Cuando Bayer compró Monsanto en el 2018 adquirió también el complicado legado de la compañía y de uno de sus productos, el glifosato, el polémico herbicida que la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer de la Organización Mundial de la Salud incluyó en el 2015 en su lista de «probables carcinógenos» y que es objeto de batallas políticas, económicas, sociales y judiciales en todo el mundo. En esa herencia entraban cerca de 120.000 demandas en Estados Unidos que vinculan con el linfoma no Hodgkin el herbicida, comercializado en EEUU como Roundup, y ayer el gigante alemán anunció que pone fin a la mayoría de ellas con un acuerdo judicial de más de 10.000 millones de dólares, la mayor parte de los cuales se destinará a indemnizaciones.

Tres demandas individuales perdidas en juicios con jurado en EEUU y con sanciones millonarias (aunque luego fueran reducidas y estuvieran bajo apelación) habían creado malestar entre los accionistas de Bayer, que promovían el acuerdo. Este se llevaba negociando cerca de un año pero se ha visto acelerado en un país con la actividad judicial muy afectada y ralentizada por el coronavirus. Y con el pacto Bayer, que insiste en la seguridad del glifosato y que ha dicho que no reconoce responsabilidad ni error, pone fin a 95.000 de las reclamaciones en los tribunales estadounidenses (otros 25.000 demandantes quedan fuera del pacto).

El acuerdo reserva 1.250 millones para posibles reclamaciones futuras y también para establecer un panel independiente de expertos que deberán tratar de determinar definitivamente si el glifosato es cancerígeno y, en caso afirmativo, en qué dosis empieza a ser peligroso. De esos resultados dependerá la litigación en el futuro. Y ese es en general el debate que nunca se ha cerrado pese a la clasificación de la agencia de la OMS y cuya falta de respuesta definitiva ha permitido que su uso siga estando autorizado, tanto en EEUU como, por ejemplo, en la Unión Europea, que renovó su licencia en el 2017.