TLtevantarse temprano (o tarde, según gustos), respirar el olor de las calles recién regadas, demorarse con un café delante de las ofertas de la teletienda (máquinas vibratorias tipo marqués de Sade, cuchillos multiuso, fajas a lo boa constrictor...) para no hacerse mala sangre ante bolsos y trajes valencianos, incendios en las Hurdes, retrasos imposibles en la ley de dependencia... Apartar la taza al mismo tiempo que los malos pensamientos, abrir un libro y dedicarle al menos media hora, sin prisa, lentamente, a otro ritmo distinto al del invierno. Pasear, hacer la compra sin esquivar carritos, recuperar viejas recetas, aburrirse enseguida del experimento y volver a lo ya sabido, el gazpacho, la ensalada, la siesta con el Tour, la siesta con la enésima película basada en hechos reales, la siesta en compañía, piscina, playa, río, chiringuito. Una cervecita fría, unas patatas, tomates reventones con sal gorda, nada pendiente. Ni el trastero, ni la obra del salón, ni pintar el pasillo. Nada por hacer. Ni la escultura de tu vida, ni el cuadro revelador ni el cuento que recoja lo que piensas. Quitarse el reloj, contemplar con ternura la lorza que nos va creciendo al ritmo exacto de la buena vida. Nadar o hacer cualquier otro deporte para despedirnos por siempre, esta vez sí, de la lorza tan querida. Rellenarla enseguida en cuanto nos quitamos el sudor. Llamar a los amigos. Llamar a la familia. Hacer puzles, crucigramas, sudokus. Untarse las manos de sandía, coger moras. Arrancar higos al atardecer mientras suenan los aspersores. Dejar pasar el tiempo. Qué bien nos sabemos la teoría y qué poco la ponemos en práctica.