De Berlusconi me fascinan dos cosas: una, el color salmón ahumado de su piel (¿cómo hará para estar siempre bronceado con la que le está cayendo?) y otra, esa claridad de ideas que le mantiene al frente de un país civilizado. Con eslóganes como los de la semana pasada le vota cualquiera. Es mejor que me gusten las mujeres que ser gay, dice, y se queda tan ancho con su sonrisa blanquísima en el rostro anaranjado. Los votantes se tranquilizan y ríen sus gracias, porque no hay nada que calme más que un político con las cosas claras. Que no le gustan los hombres lo sabemos desde sus fiestas en plan emperador Tiberio con chicas más jovencitas que él y su pandilla. Ahora, es mucho mejor que lo aclare, no sea que surjan equívocos. En esto de la corrupción, siempre ha habido clases, nos explica: Yo puedo haber llamado a la policía para que soltara a una de mis acompañantes, menor, para más señas. Vale que yo haya mostrado un trato de favor con mis amigas, pero no me condenéis por ello, arguye. Porque si eso os parece mal, al menos sigo los impulsos de mi sexo, la llamada atávica del hombre primitivo, ese que agarraba a la mujer por los pelos y la arrastraba a la cueva. Ser gay resulta mucho peor, dónde va a parar. Y todo culpa de los griegos. La homosexualidad y las Olimpiadas estaban pasadas de moda hasta hace unos siglos, y mirad ahora. Y la gente sonríe, e incluso los homosexuales de su país deben de estar satisfechos. No por sus declaraciones, dignas de un personaje como él, sino por el inmenso alivio de sentirse a salvo de las inclinaciones rijosas de un emperador romano con el rostro del color de la terracota.