Ahora que ya podremos leer la prensa sin que nos asalten las esdrújulas (ínclitas razas ubérrimas) y sin vernos invadidos por la lengua del Mío Cid (gesta heroica, colosal e histórica), justo ahora que ya ha acabado todo, empieza a gustarme el Mundial. Durante estos días he sobrellevado la hinchada retórica de los comentaristas, sus gritos y esa desbordante profusión de adjetivos carentes de significado alguno. He asistido perpleja a la polémica de las banderas, sin entender qué tiene de malo que cualquiera pueda sentirse orgulloso de ser español y además quiera hacer alarde de ello convirtiendo su terraza en consulado. Y por último, he soportado las vuvuzelas, el waka waka, y la estupidez igual de ruidosa de algunos que no consideran esta selección como suya. Prefiero el baloncesto y, a pesar de eso, me he tragado los partidos, y hasta conozco la historia del pulpo, sin que nada haya conseguido emocionarme. Pero llega el final y, cuando me creo a salvo, Casillas besa a Sara Carbonero , como en los buenos cuentos de hadas, en que el capitán intrépido abraza por fin a la princesa, rompiendo el hechizo. De acuerdo que no es el beso de Klimt , ni el de la foto del marinero y la enfermera al final de la Segunda Guerra mundial, pero tiene también su lirismo. Fueron felices y comieron perdices, o sea, los dejaron un poquito en paz, y ridículas revisiones de cuentos, tipo Bibiana Aído aparte, ella pudo seguir su profesión sin ser molestada y él descansará a gusto. Reconocerán ustedes que con un final así ya podemos dormir tranquilos hasta dentro de unos días, cuando empiece la Liga y vuelvan a atacarnos las esdrújulas.