Si me dieran a elegir, preferiría organizar unos Juegos Olímpicos a organizar una boda. Ambos eventos son competitivos (cada cual a su manera), solo que la boda tiene el inconveniente añadido de que sus organizadores, es decir los novios, cumplidas sus tareas administrativas se ven en la obligación de intervenir en una interminable carrera de obstáculos.

El asunto empieza a complicarse cuando la novia, empujada por la tradición y por la vanidad, decide vestir para la ocasión un traje por todo lo alto que recuerda al manto de terciopelo y armiño de Jorge III de Inglaterra , pero no rojo sino blanco, que tiene la ventaja de que se ensucia más. Pero un traje de novia por sí solo no luce. Hay que encontrarle una iglesia, un cura, un restaurante, una banda rociera y un grupo de invitados que apoyen el acto con su presencia (y en algunos casos con su ausencia). Y rezar para que el novio no dé la estampida amedrentado ante tanto fasto.

Conviene que sean muchos los invitados y a ser posible que vengan de fuera, porque así se pone a prueba la capacidad organizativa de los novios. En una boda como Dios manda, los invitados foráneos tendrán reservado el hotel y acordada una cita con el peluquero, y contarán con un autobús privado, que los conducirá primero a la iglesia y después al banquete. De todo esto resulta que el novio y la novia se casan entre sí al tiempo que se casan con al menos un centenar de invitados.

Por suerte, a los novios siempre les quedará la luna de miel, ese invento moderno con el que tratar de olvidar lo estresante que es poner el primer pie en esa barcaza a pedales que es el matrimonio.