En varios idiomas la palabra con la que se designa novedad y noticia tiene la misma forma. Incluso en español, aunque con cierto aire antiguo, se habla de buenas nuevas para referirse a noticias positivas. Pero todo tiene su fin y las noticias son cada vez un campo fértil para todo lo previsible. Sin haberlos leído, estoy seguro de que los periódicos de hoy mencionarán en grandes titulares el dinero que se gasta cada provincia en un sorteo que se celebra en Madrid, con mención al incremento y decremento en función de una crisis que hay por ahí. También les puedo adelantar que los periódicos del viernes hablarán un discurso real --o quizá ficticio-- y en los que aparecerá, con toda probabilidad, la palabra unidad. La pereza por informar de aquello que se desconoce hace que los telediarios se pueblen de lo obvio. Debe de ser esa la razón por la que cada vez que hay un temporal de nieve, algo habitual desde hace milenios, tengamos a todos los medios avisándonos de la situación, con conexiones en directo como si se tratara de lo más relevante para nuestras vidas. Otro tanto de lo mismo pasa en el mes de agosto, cuando nos bombardean durante semanas con la novedad de que los termómetros superan los 40 grados en Córdoba y Badajoz, algo inaudito. Esta política informativa, que a buen seguro tiene su origen en un sesudo gabinete de pensadores, tiene como fin hacer de los españoles un pueblo especializado en hablar de lo banal y que cada conversación de ascensor se convierta en una mesa redonda con opiniones de altísimo nivel y propias de meteorólogos. Las buenas nuevas son ya cualquier cosa menos nuevas.