No sé si será cierto, como dicen algunos, que el asesino siempre regresa al lugar del crimen. Lo que sí es cierto es que determinados viajeros suelen volver a las ciudades que le impactaron en su primera visita. Soy uno de esos viajeros sentimentales. Prueba de ello es que mientras el lector lea este artículo, estaré --siempre y cuando el avión no se estrelle en alguna isla como la que describía la semana pasada-- en Buenos Aires, donde tengo previsto hacer una lectura dentro de unos días, concretamente en la Casa de Extremadura.

A Buenos Aires fui hace diez años. Solo fui entonces y solo voy ahora. No me quejo, ni mucho menos, porque es esa soledad de viajero la que me permitirá patear la ciudad tal como me gusta: andando mucho pero sin prisas y sin más obligaciones que las dictadas por los deseos del momento. Cuando pienso en Buenos Aires pienso en el Barrio de San Telmo, Puerto Madero, la plaza de Mayo, la Casa Rosada, el Obelisco o el mítico estadio del Boca, pero pienso sobre todo en Corrientes, esa calle bohemia, nervuda y atiborrada de librerías sin puertas que suponen una tentación irresistible para los amantes de los libros. En mi primera visita, después de fatigar (que diría Borges ) toda la ciudad, volvía cada tarde-noche a Corrientes: porque caía cerca del hotel en que me hospedaba, y también porque recorrer sus librerías de libros nuevos o de ocasión me hacía sentirme como en la biblioteca de casa.

Permita el lector que por una vez, y sin que sirva de precedente, trate de darle envidia: mientras lea este artículo yo seré por unos días, como hace diez años, el boludo más feliz del mundo.