TCtomo una bulería llorando al viento de la tarde. Caen las hojas del árbol que, frente a mi ventana, derrama lágrimas mustias de un cielo que no se atreve a ser azul. Derroche inútil de luz que se pierde al compás de este otoño. Como una bulería que suena sin querer, con miedo de romper el silencio inmenso de esta tarde, sobrecogida y solidaria, que acompaña mis manos mientras escribo. Suenan las palmas tristes de las ramas desnudas, los secos palmetazos que esparcen el dolor, mansamente, como aviones sin rumbo, con lentitud de muerte prematura. Una hoja, un niño... Viento ligero que juega a ser Dios y no respeta nada, ni el espacio diminuto donde elegir reposo; viento travieso, cobarde Dios de hojaldre de otros días que desparrama absurdo la injusticia. Me da miedo pisar las hojas secas y me acurruco tras los cristales de mis gafas, no sea que el aire de algún pequeño corazón de hoja se pose, dulcemente, en mis pestañas; no vaya a ser que el sufrimiento, prendido al arcoiris de su vuelo, se transforme en miseria.

Como una bulería, pura sordina que dulcifica apenas la impotencia. Mansamente el dolor, mansamente la tarde, mansamente las hojas jugando a ser metáfora. Y mansa la distancia de los hijos que son todos los hijos. Van cubriendo el jardín sus almas cándidas en un último juego con la brisa, quizá su primer juego, su primera alegría en un zigzag inútil, remolino de risas apagadas. Se me llena el jardín, en un suspiro, de pequeños cadáveres. Hojas que caen... Sigo leyendo: "El hambre mata al año seis millones de niños".