Buscáis la fama, pero la fama cuesta, decía a sus alumnos la profesora de danza en la serie que nos tragábamos todos los sábados. Y aquí lo vais a pagar, con sudor. Acto seguido, todo era un guirigay de ensayos, música y superaciones en plan norteamericano, o sea, con final feliz. El gordito conseguía saltar al potro, y la chica de gafas se soltaba el pelo y enamoraba a todos en el baile final por los pasillos. Era una versión moderna del quien algo quiere, algo le cuesta, y de la sarta de consejos sobre el esfuerzo y su recompensa con que nos bombardeaban nuestros padres. Luego, la vida se encargó de enseñarnos que no siempre sucedía así, que la fama, al menos cierta clase de fama, se conseguía tan fácilmente como desaparecía. Después, para rematar, llegó el triunfo de los programas tipo Gran Hermano y el apogeo de los del corazón, donde podíamos ver cómo cualquiera reinaba en la pantalla sin más mérito que su vida sexual. Así que durante años hemos lanzado al estrellato a exnovias de toreros y a modelos sin pasarela, pero ahora nos llevamos las manos a la cabeza con la historia del niño del globo. Al menos sus padres han sido más originales que los que nos venden como experimento contemplar a doce encerrados en una casa, granjeros en busca de esposa o las declaraciones de la concuñada de la vecina de Jesulín. Criticamos que hayan expuesto a su hijo a la mirada pública, pero acabaremos viendo normal que en lógica progresión, el próximo espectáculo sea un más difícil todavía, es decir, un niño en peligro real. El circo exige cada vez más emoción y sacrificio. Y del pan, en época de crisis, mejor ni hablamos.