TDturante la posguerra, una sombrerería madrileña colocó en el escaparate un cartel con la siguiente leyenda: "Los rojos no usaban sombrero". El resultado comercial fue espectacular: la tienda se hartó de vender bombines, viseras, gorras y sombreros. Ahora, las cosas han cambiado tanto que sucede casi al revés: hoy, los caballeros no llevan gorro. En los bares y tiendas de Extremadura existe la muy venerable costumbre de dirigirse a los clientes varones con el rimbombante apelativo de caballero. Entras en el café de siempre y el camarero te recibe con un sonoro: "Buenos días, caballero. ¿Le pongo el cafelito de todos los días, caballero?" Franqueas la puerta del comercio e inmediatamente se escucha una voz solícita que te saluda desde el mostrador: "Tenga un buen día, caballero. ¿En qué le puedo servir?". Esto de caballero por aquí, caballero por allá me sorprende bastante y, aunque sé que se dice con buena fe, a veces me da la risa tanta gentileza decimonónica y tanta hidalguía provinciana.

Pero eso sí, en cuanto te colocas un gorro de lana, dejan de llamarte caballero, te atienden con cierta displicencia e incluso llegas a sentirte sospechoso. Los calvos, ¡qué le vamos a hacer!, hemos de proteger nuestra desnudez capilar de la intemperie invernal y acostumbramos a encasquetarnos gorritos de esquiador. Pues bien, en cuanto te cubres la cabeza, tenderas y camareros te apean el tratamiento y pasas de ser un caballero a convertirte en un plebeyo de medio pelo, o mejor, de ningún pelo. La provincia es así de cruel: o pasas frío en la cabeza o no eres nadie.