Vengo de pasear por las calles nevadas de San Petersburgo. Traigo fresca --nunca mejor dicho-- la impresión de saberme distinta, de saber mis árboles otros, mis inviernos lejanos. De confirmar que nada nos hace enteramente iguales. Basta bajar de cualquier avión para constatar que tampoco el ufano potencial de los satélites, las redes o las realidades virtuales borrarán --afortunadamente-- las señales que nos caracterizan. La fuente que reconocemos nuestra, el parque de la esquina, el olor a fritanga en la taberna. En aquella ciudad conviven los inmensos palacios de los zares, las exageradas iglesias de oro y colorines con edificios a la moda de Stalin , estatuas de Lenin junto a Pushkin y Dostoievski y el recuerdo vivísimo del asedio más largo de la historia, el cerco a Leningrado. Los ciudadanos caminan impasibles mientras marca el termómetro --15ºC. Trabajan, abren comercios, van a la escuela, se ríen. La historia de Rusia está llena de miserias, muertes y opresiones, siempre envueltos en ese frío que se antoja desde aquí tan difícil. Sin embargo, no ha podido con los rusos. Parecen asumir su pasado con la misma naturalidad con que asumen transitar aprisa y con tacones sobre las placas heladas de las aceras sin el mínimo resbalón --mientras tú, naturalmente, intentas sin conseguirlo mantenerte--. El museo ruso alberga pinturas a través de sus épocas donde conviven, entre otros, el arte de tiempos imperiales con el realismo socialista, ambos, a su manera, tan excesivos. Catalina la Grande vecina de Stalin, Pedro I de Lenin. Y no imaginas aquí un lugar que albergue cuadros recorriendo juntos a los Austrias y a los generales, a las glorias con las bajezas humanas.