Poco se habla de Ceuta y Melilla al cumplirse un año de los asaltos de inmigrantes subsaharianos a las vallas fronterizas. Hoy la imagen de la tragedia de la emigración clandestina ya no es la de los muertos en las alambradas o los abandonados en el desierto, sino la de los frágiles y atestados cayucos desafiando el Atlántico. Las dos ciudades norteafricanas viven mucho más tranquilas, mientras la situación en Canarias desborda a sus autoridades y el debate político arrecia.

La colaboración de Marruecos, calificada repetidamente de ejemplar por España sin reparar en sus métodos, ha acabado con la presión sobre Ceuta y Melilla. Los intentos de entrada no alcanzan los 400 entre ambas vallas este año, mientras que en el 2005 hubo casi 20.000. Apenas unas decenas de subsaharianos, hostigados por las fuerzas de seguridad marroquís, siguen malviviendo en los bosques cercanos a la espera de una ocasión que no parece que vaya a llegar.

Solo rompió la calma un extraño episodio en Melilla, donde murieron tres personas en vísperas de la conferencia euroafricana sobre emigración celebrada en julio en Rabat.

A medida que España pacta con los países de salida el aumento del control por tierra y mar, las rutas se desplazan al sur y, ahora, también al este. Primero al Sáhara, luego a Mauritania y Senegal. Ahora la mayoría de los cayucos salen del sur de este país e incluso de Guinea Bissau, para emprender travesías de hasta 2.500 kilómetros rumbo a Canarias. Y del este de Marruecos y también de Argelia zarpan pateras que, tratando de eludir los radares llegan a Almería. Alguna, a Murcia.

La inmensa mayoría de los inmigrantes entran en España por avión o por la frontera con Francia. Los más de 25.000 llegados a Canarias quedan por debajo del 5% de la media anual.