Elisa Fernández sufrió un accidente menor en 1998, pero desde entonces su vida ha cambiado radicalmente porque el «dolor se hizo con el control de la situación». Elisa se cayó en unas escaleras mecánicas porque el sentido de la marcha cambió sin ningún aviso previo. Sufrió una lesión de rodilla, pero esta «pasó a un segundo plano» porque los médicos no le ofrecieron a tiempo un tratamiento para el dolor y la afección derivó consecuentemente en lo que se conoce como síndrome de dolor regional complejo, una enfermedad que causa un dolor intenso y muy limitante. De hecho, desde hace 21 años padece un dolor «constante» que la obliga a estar en una silla de ruedas. Su hijo, de 12 años, que tuvo contra todo pronóstico médico, «es quien mejor entiende la enfermedad porque no ha conocido otra cosa en su madre».

Fernández llevaba solo nueve meses casada cuando se cayó, tenía un trabajo y «era feliz», pero el dolor le hizo «perderlo todo», especialmente su trabajo y las «oportunidades de realizarse» en su vida profesional. Su existencia pasó entonces a depender de los médicos y en estos momentos es paciente de una unidad del dolor, en el Hospital La Princesa de Madrid, donde los especialistas están probando con ella varios tratamientos novedosos. El último, una cámara hiperbárica que inyecta en la zona enferma sangre oxigenada. Además, lleva un electrodo de estimulación medular y toma opiáceos fuertes. No obstante, en los últimos tiempos solo ha notado «una pequeña mejoría»: el dolor sigue ahí, haciendo de ella una persona con un máster en sufrimiento físico.

Subraya que no «esconde» su problema, pero desde hace años es víctima de la incomprensión de la sociedad hacia su padecimiento. «Cuando le dices a la gente que tienes dolor, te dice que no será para tanto. Además, muchas personas no comprenden que no tenga una enfermedad que cause el dolor. Mi enfermedad es el dolor y la sociedad no está preparada para comprender lo invalidante que es. Yo, por una lesión de rodilla, no he vuelto a andar. El dolor es el gran olvidado y desconocido para mucha gente», lamenta.

También se da esta situación en la medicina: «Mi enfermedad, aunque está diagnosticada, está en una especie de nebulosa y muchos no la ven. Ahora ya han aparecido más estudios y se han creado unidades del dolor, que no llevan solo cánceres terminales sino también enfermedades propias como el dolor, pero antes no era así».

Círculo vicioso

A ellas, como a otros enfermos, le afecta el llamado círculo vicioso del dolor, que consiste en que los pacientes con dolores crónicos piden cada vez más analgesia. El problema es que generan tolerancia y, con la misma dosis, ya no obtienen el mismo efecto calmante. Entonces necesitan tratamientos mucho más fuertes, que a su vez generan efectos secundarios, como los problemas gástricos y la somnolencia, dos de los más frecuentes.

«No me sirve de nada estar sin dolor si no me puedo levantar de la cama. Es una contradicción continua, porque, si reduzco mi dolor, también reduzco mi capacidad de vivir con normalidad», explica. Además, el problema es que las medicinas derivadas del opio y otras crean dependencia y «cuando llegas a la dosis máxima y no te hace efecto, tienes que dejarla y pasas por una especie de mono para volver a empezar con otra medicación que te puede o no funcionar». En definitiva, es «muy difícil calcular las dosis adecuada y llegar a ese equilibrio entre la medicación y los efectos secundarios».