TNtunca entenderé al príncipe de la Cenicienta. Un tipo que rinde su reino a los pies de la primera muchacha a la que cuadra un zapatito de cristal. Qué pasa si se equivoca. Y lo que en verdad importa, qué pasaría por la cabeza de las otras muchachas del cuento al saber que durante un instante tuvieron el destino de sus vidas en la punta de un pie.

Es posible que en el mundo real también ocurran estas cosas. Que un día, acaso sin darnos cuenta, perdamos la ocasión de ser princesas sólo porque nuestro pie no estuvo a la altura. Y quien dice un pie dice una persona, una región, un país. De La Roja, por ejemplo, lo que nos enorgullece es que al menos para esa danza acompasada del fútbol ha refinado los pies hasta salir del baile convertida en princesa bajo la mirada envidiosa de las demás naciones.

En Extremadura, el baile en el cual las otras damas del Reino nos examinan con sus ojos de viejas princesas resabiadas se celebra durante el Festival de Teatro Clásico de Mérida. Se le toma medida a nuestra red de transportes, a nuestros hoteles y hosteleros, pero también a nuestra cortesía, a ese refinamiento y esa sensibilidad gozosa que se le presupone a toda mayoría de edad. Nuestro Festival de Teatro Clásico es el más importante de su género. Es nuestro zapato de cristal. El que compra una entrada está comprando un código por el cual se descifran los misterios del pasado en el lenguaje y el ritmo del presente. Está ratificando su apoyo a la excelencia. Por eso importa tanto que las gradas se llenen cada noche, para que no pierda sentido ni languidezca hasta desaparecer. De otro modo, saldríamos del baile convertidos de nuevo en la Cenicienta desaliñada que un día fuimos. Vayamos al teatro. A rendirnos a la magia, a vestirnos de largo, a calzarnos la noche.