Hubo un tiempo no muy lejano en que hablar del cambio climático remitía a un futuro a largo plazo y difícil de imaginar en el que se impondría el andrajoso look que utilizaba Mel Gibson en la serie cinematográfica Mad Max. En los felices 80 y 90, nadie creía que las consecuencias del efecto invernadero sobre el planeta que tenían lugar en las cuartillas de papel de los científicos fueran a desarrollarse en la vida real. Y aún menos que fuera a verlo con sus propios ojos. Tras varios años en que se han producido episodios aislados que hacían sospechar que algo no iba bien, el cambio climático ha entrado en el 2006 a formar parte de la realidad de millones de personas.

Un documental, Una verdad incómoda, del exvicepresidente de EEUU Al Gore, y un estudio, el Informe Stern, que redactó el alto cargo del Ministerio de Finanzas británico y solvente economista Nicholas Stern, han puesto en los últimos meses en primer plano las consecuencias humanas y económicas de los cambios climáticos.

Stern alertó de que se precisa una inversión equivalente al 1% del Producto Interior Bruto (PIB) mundial para atajar el efecto invernadero. De lo contrario, el planeta tendrá que enfrentarse a una recesión económica, a causa del cambio climático, equivalente al 20% del PIB mundial.

REACCIONES La alerta, pues, ya no viene de sesudos científicos encerrados en su campana de cristal, sino de personajes cercanos al poder o que lo han ejercido. El primer ministro australiano, John Howard, anunció poco después unas primeras inversiones en su país de cerca de 60 millones de euros. Y el pasado miércoles la Unión Europea propuso a sus 27 miembros una "revolución energética" para reducir, en 13 años, hasta el 20% su emisión de gases.

Con todo, ha sido el propio clima, el largo y caluroso verano, el benigno otoño y el suave invierno actual, el que ha encendido las alertas. El cambio climático ya no es algo que ocupa 15 páginas en las revistas científicas anglosajonas, sino que es el responsable, por ejemplo, de que millares de catalanes no hayan podido esquiar durante las pasadas Navidades y de la suspensión, también por falta de nieve, de Pirena, la travesía en trineo de los Pirineos.

KYOTO Hasta ahora, todas las previsiones para contener las alteraciones climáticas ha constituido un fracaso. En 1997 se suscribió el protocolo de Kyoto por el que los países firmantes, 166 hasta la fecha, entre los que no está el principal productor de gases contaminantes (EEUU), se comprometían a reducir en un 5,2% sus emisiones para el año 2012.

Kyoto fijó para cada país un cupo de contaminación tomando como valor la que producían en 1990. En el caso de España, por ejemplo, podía contaminar un 15% más. La realidad es que actualmente está emitiendo un 53% más de gases que en 1990, 38 puntos por encima del objetivo para 2012. En el 2008 se empezará a poner las bases del llamado protocolo de Kyoto 2, que comenzará a aplicarse a partir del 2012. El objetivo será reducir las emisiones de los países industrializados en un 50% para el año 2050. Uno de los caminos sugeridos para alcanzar esta cifra por el Informe Stern, pero también por la Unión Europea, es retomar la creación de energía nuclear. Este será, sin duda, un nuevo foco de discusión sobre una energía que ya protagonizó enconados debates en los años 70 y 80.

Los gases a los que se culpa de lo sucedido, entre los que figuran el dióxido de carbono (CO2) y el metano (CH4), vienen lanzándose a la atmósfera desde los inicios de la revolución industrial, en el siglo XIX. Se trata de gases que retienen el calor que el suelo emite al haber sido calentado por radiación solar.

El problema es que las industrias, los automóviles, las centrales térmicas de carbón y gas, las calefacciones, y cualquier otro proceso que queme combustibles fósiles para obtener energía, han desequilibrado la composición atmosférica. El nivel de CO2 ha pasado de 280 partes por millón en los albores del siglo XIX a cerca de 400 en la actualidad.