De niño, cuando los padres paúles nos llevaban de excursión, nos llevaban a Castro Urdiales. Poco más de veinte kilómetros. De las orillas del Nervión a la mar abierta. En Castro los niños nos tiraban piedras. O es lo que yo recuerdo. Por señoritos. Por vascos. Y no sé si por algo más.

Ataulfo Argenta nació en Castro. Argenta era un tipo importante cuando, de niño, me contaron lo importante que era. Hoy, el tren de la historieta le ha pasado por encima. A Ataulfo Argenta y a Joaquín Blume. Dos estandartes del genio de España muertos en trágicas circunstancias. El uno en 1958, el otro en 1959.

En mi breve caletre de niño se me levantaron como dos cumbres de la raza enfrentadas a la maldición (de la misma raza). Algo así como el veto de la ONU, pero en versión intoxicación por monóxido de carbono (o accidente aéreo). Nos tiraban piedras, y Ataulfo Argenta lo contemplaba desde el pedestal de granito en que subieron su bronce. Castreño y cantabrón. Por entonces no se decía ni Cantabria, ni cántabro, ni cantabrón. Se decía Santander, santanderino y, rizando el rizo, Montaña y montañés. Por entonces Castilla La Vieja se asomaba al mar por Santander. Y Laredo era puerto de Castilla. Como Castro.

He tenido siempre simpatía por la gente de Cantabria. Desde niño he pasado allí mis veranos; junto al mar embravecido. Y mi padre, de niño, pasó los suyos; entre montañas, en las lindes de Vizcaya. Les he tenido simpatía, y, ahora que medio les entendiendo, les admiro por entero. Visto desde la gracia de aquí, el santanderino tiene el trato vuelto. Y más el de los valles. Y más el de los puertos. Y más el de los riscos. Son, eso que se dice, algo esquinados.

En Salamanca, estudiando, topé con muchos laredanos. Enriscados, casi siempre. Como Revilla. Simpáticos pero, al mismo tiempo, con cara de ajo (y enfado). Cara de raya de pantalón que le decían en Sevilla a Santiago Martín, el Viti (otro buen castellano). Porque, al fin y al cabo, los santanderinos son castellanos de nao y barlovento. Cuando cruzo el puerto de Los Tornos pienso, primero, que nada he visto tan bello como aquella tierra, y, luego, que no me extraña que los moros se dieran allí la media vuelta. Es una tierra violenta,... en las hoces y en las galernas. Una tierra que forja hombres de una sola pieza. Fuertes. Broncos. Callados y tronantes la vez. Dados a la honda y a la piedra.

En estos días de reciente pasado anduvo por Cantabria mi amigo Tony Méndez. Tony es de otro palo. Es extremeño. Es la soltura y la buena sombra. En Santander, cerca de Puerto Chico, avistó al mismísimo Miguel Ángel Revilla. Y se fue a por él. Primero al paso y luego, tras tropezar, rodando. Puerto Chico está muy cerca de la sede del gobierno regional cántabro. Una calle de políticos y vinos donde se tapea de maravilla. Y donde, por cierto, hay una ostrería magnífica, La Mar; todos los camareros con carita de esparto (y de ostra). Caído mi amigo Tony, Revilla fue el primero en socorrerle. Digo yo que no debe ser moneda corriente caerse y que te atienda el presidente. A Revilla le faltó tiempo. Y eso que Revilla tiene años y obligaciones como para no andar socorriendo a todo lo que se cae. Pero lo hizo. Primero pensó en llevar al herido (risas) al edificio de presidencia, mas luego le conminó a entrar en una farmacia cercana. Allí, sin mayores miramientos, el presidente le pidió alcohol a la farmacéutica... Lo demás ocurrió tal y como ustedes intuyen, algún revuelo, algunas fotos... dice Tony que hasta le puso un par de tiritas en la rodillita magulladita. Le ofreció un coche, y --pienso yo-- lo mismo le hubiera ofrecido un helicóptero si lo hubiera tenido a mano. Pero no sonrió. Eso no.

Hierbas, arenas y nieves. Pocos años después de lo de las pedradas vino aquello de «Cantabria región, ni Castilla ni León». Nunca lo he entendido del todo. Con los años me he acostumbrado. Dicen que el pasiego ve las hierbas crecer y el lebaniego las escucha. Me gusta volver a sus prados. Me gusta volver a sus acantilados y aventar sobre su mar en furia las cenizas de mis recuerdos. Volver a Santander. Despertar para untar sobaos El Macho. Pasear por Pereda con un helado Regma en la mano. Tapear a mediodía rabas sin limón junto al faro de Cabo Mayor. Comer en La Bombi y tomar café en la terraza del hotel Real. Y, ya de noche, cenar sardinas en el puerto pesquero recordando aquel dicho, algo cabalístico, de «sardinas y mujeres finas, las santanderinas».

En Badajoz conocí a un cántabro soberbio, Fernando Bárcena. Cocinero excepcional. Gracioso no era. Siempre serio, siempre muy de allí. Fernando no me faltó nunca cuando necesité de él. Algún día deberían ponerle una calle a Fernando. Primero, porque se lo merece a fuerza de fogones, y, segundo, porque sería bonito recordar, en la lejanía, que aquí, al otro extremo del viaje del emperador, se quiere a las buenas gentes del norte.