He pasado toda la semana inmerso en una ardua batalla informática. Han sido siete duras jornadas que finalmente se han cobrado la vida de mi ordenador y una parte de la mía. Prestarle los primeros auxilios al aparato, ya agonizante, me llevó tres días; los otros cuatro los dediqué a formatear el disco duro y a instalar y configurar todos los programas con los que suelo trabajar, que --uno lo comprueba en el fragor del combate-- son demasiados. El formateo viene ser algo así como la resurrección informática, y el mío, acostumbrado a la supervivencia, superó la prueba. Pero no por mucho tiempo: al poco de renacer sufrió el ataque de un temible troyano informático que haría pasar por nenazas a los troyanos pedestres de Homero .

Digo adiós a un ordenador que me ha dado grandes alegrías en estos últimos seis años. Han sido seis años de memorable convivencia, pero también de momentos ingratos. Esta cruzada semanal que acabo de narrar ha sido una constante en nuestra relación: cada seis meses tenía que formatearlo. O sea que el impuesto por disfrutar de las ventajas de las nuevas tecnologías en mi caso implica entregar dos semanas anuales a la cansina tarea de hacer de médico informático (sin haber pasado por las facultades de Medicina y de Informática). Dos semanas de obligado desorden para estar ordenado el resto del año...

Las nuevas tecnologías se han instalado en la modernidad para hacernos la vida más sencilla, más estructurada, más amena, pero también para recordarnos la facilidad con la que, como ocurre en el mundo real, podemos pasar de la paz más armoniosa a la violencia del campo de batalla.