La belleza es una mentira. Si hay tantas bellezas como ojos que miran no cabe pensar otra cosa. ¿Qué es realmente? Es desconcertante pensarlo. La única verdad que reside en ella es que no hay ni una única ni una verdadera. Ni la de nadie puede pesar sobre la de otro porque la mirada siempre es personal, singular y genuina. Cada uno rinde cuentas a su propio Stendhal. La belleza no entiende de verdades absolutas. Los imperativos son aburridos y solo aptos para estrechos de miras. Y si algo no asume el canon de lo categórico solo queda presuponer que es una quimera. Bonita, al menos. Gabriel de los Bueis Salcedo (Cáceres, 1977) da fe de esta teoría con las manos. Tampoco cree en las verdades absolutas y de belleza entiende bien. De bellezas, más bien. De todas las que desfilan para que él las dibuje.

Lleva la tinta en la piel. Y de forma literal. En su brazo derecho se dejan ver generosos dos nombres tatuados, el de sus hijos Josu y Mina Elisabeta. Al cacereño le conocen como el de la tienda de caricaturas desde que instaló su taller en la ciudad. Lo cierto es que el escaparate llama la atención al paso. Es imposible no fijarse. Bien a la vista luce en un caballete un único dibujo de Camarón. Otro que tal canta si de bellezas se habla. La suya estaba en la voz y Gabriel le ha dado forma en grafito como si de un regalo se tratara. Camarón es dios. Él lo tiene que pensar también porque nada más cruzar la puerta suena su flamenco y los ojos llevan a otro retrato del cantaor, este a color y enmarcado con esmero. Nada le envidian sus paredes a las de un museo. Alaska, Edith Piaf con su mirada taciturna perfectamente definida, el Capullo de Jerez y en lo alto de una estantería, a la altura del más grande, Compay Segundo, el único que no tiene precio. «Ese no está a la venta». Nadie se escapa de sus caricaturas. Melody, Vostell, Celia Cruz, Oscar Wilde, Pelé, Bimba Bosé o Julia Roberts. A todos les firma un retrato alterado pero perfectamente reconocible. Porque esa es la clave de una caricatura perfecta. «Parecido y exageración».

A dibujar aprendió de leer, de leer se aprende todo. Él se decantó por los cómics y ya desde bien temprano se atrevió con los lápices. «Todos dibujamos de pequeños». De hecho, el logo de su tienda es un esbozo que perfiló a los tres años. Cuando cumplió unos cuantos más, sus padres le inscribieron en la escuela de artes, pero la visión académica no era para él. Intentó adecuarse a los métodos del realismo pero el resultado siempre acababa en hipérbole.

Apenas tarda unos minutos en sacar un parecido en el papel. La experiencia es un grado y él lleva años de ventaja. En los inicios, sus pinturas paseaban por la calle. Como esos icónicos dibujantes de Las Ramblas, Gabriel se dedicaba a esbozar con maestría, las piernas cruzadas y lienzo en mano. Vivió en Inglaterra, Valencia y Madrid. En El Rastro usaba los bolígrafos al aire libre mientras se dedicaba a ilustrar libros en una empresa. Pero no todo es oro. Sus manos también se dedicaron a la construcción y a la hostelería. Poco le convenció aquello y por azares y «por amor» regresó a casa. Ahí decidió tirarse a la piscina y abrir Gab Store. «Fue un salto al vacío». Por suerte, la piscina estaba llena. Y sigue estándolo después de año y medio. Horas le dedica a ello. No sabe precisar cuántas. Seis, diez. El tiempo es relativo cuando el sueldo depende de las ganas. A él por suerte no le faltan porque vive de lo que ama. Sus pinceles siempre están donde haga falta. Y sus dibujos también. Los estampa en camisetas, en tazas y en alfombrillas del ratón. Lo que sea. Y siempre sigue el mismo ritual. Él se sienta en la silla, mira fijamente al modelo y el reloj se le para. Sus dedos se mueven solos, como si no tuviera que dirigirlos, suelta el bolígrafo, refresca el pincel en un agua bañada en tinta y voilà. Otra pieza más para su colección de bellezas. Que serán mentira, pero da gusto verlas.