TNtací en la carretera de Medellín, pero nunca había ido a Medellín. Durante mi infancia, Medellín era un lugar misterioso que quedaba al final de aquella carretera por la que nunca me aventuré hasta que vino a Cáceres el embajador del Vaticano, monseñor Tedeschini, a inaugurar unos pisos. Yo pregunté si aquel barrio era Medellín, pero me dijeron que no, que quedaba aún más lejos, exactamente después del horizonte. Y así, obsesionado con el mito de una Atlántida llamada Medellín pasé la infancia, y la juventud, y la madurez hasta que por fin, ya casi en el ocaso, me decidí a saldar cuentas con la infancia y hace un par de sábados me fui a Medellín.

¿Y qué vi? Bueno, pues no era Itaca, pero sí un bello pueblo en la llanura con dos cerros detrás muy interesantes: en uno, se levanta un castillo imponente, en el otro, un restaurante de nombre romano, Quinto Cecilio, donde, sin duda, se come con la mejor relación calidad-vista de Extremadura. El pueblo tiene una plaza grandota presidida por la estatua del hombre que situó Medellín en los libros de historia: Hernán Cortés. Cuenta con una playa fluvial estupenda, un magnífico puente sobre el Guadiana, que se levantó en el siglo XVII, y después están las vistas desde el cerro Pirulito: el valle de la Serena con su insaciable ansia de inmensidad, los pueblos, el río, la llanura regada... Tan formidable visión en compañía de un bacalao confitado y un solomillo de ibérico con puré cremoso de torta confirmaron el mito infantil: efectivamente, hay que acercarse a Medellín.