Casa Claudio es un trasatlántico varado en Casar de Cáceres. Una de esas bendiciones con que Dios premia a sus elegidos. Dios le regaló a Casar la torta, y, tantos debieron ser los méritos de los casareños que, además, les regaló Casa Claudio. Un restaurante de pueblo, de ciudad, de carretera, de lujo, de bodas, de barra, de menú, de carta… y de lo que se tercie. Un restaurante repleto de todo tipo de comensales y de todo tipo de opciones. Una casa de comidas triunfante. Crecida y recrecida. A más. A más salones. A más camareros. A más platos. A más de todo. Casa Claudio es un empeño cimentado en el mucho trabajo. Uno de esos negocios familiares donde todo se reinvierte a mayor gloria de la propia casa. Ese es mi barrunto y, como lo barrunto, y por lo que tiene de loa, lo cuento.

Casar es un pueblo limpio. Y, recibiéndonos, Casa Claudio se nos alza de sopetón. Mi visita ocurrió en sábado; la barra en tumulto, la terraza repleta. El aperitivo y algo más. La sensación de que no todo son lágrimas en Extremadura y que, también aquí, se puede levantar y sostener un restaurante a toda vela como este. Gente, ruido también,… es inevitable. Alegría. Niños. Jóvenes. Viejos. Gente acicalada. Pensionistas. Gente. Gentío. Podría pasar por allí el rey de España y la mayoría no percatarse.

En Casa Claudio no hay comedor, hay comedores. Y, sin embargo, al menos donde yo comí, el espacio era plenamente agradable. Decorado en tono barroco un tanto purpurina. Salvo flores en el baño, no falta de nada. Como tampoco falta la esencia del lujo, los muchos camareros. Muchos y en orden de revista. El comedor se llena pronto y todo marcha ligero. Carta, menú gastronómico, menú de mercado, y menú del día también los sábados. Para todos los bolsillos y para todos mantel y buen servicio. Lugareños y forasteros. Viajeros en ruta. En un comedor lindero veo que los directores generales de la Junta celebran opíparamente una comida. Y yo.

Pido el menú gastronómico (el finolis) y acierto. Una elegante bandeja de torreznos y crema de patatera de aperitivo. De primero, gazpachuelo de curry verde con ortiguillas fritas, panceta ibérica y huevas de pez volador (tan bello como soberbio). De segundo, huevo a baja temperatura con boletus y migas (en la línea de las archifamosas migas del Eustaquio). De tercero, croqueta de gamba roja con arroz inflado (la gamba debía ser radioactiva, porque aún no he conseguido sacar la mancha de la camisa). De cuarto, carrilleras de atún rojo confitadas (de llorar). De quinto, lomo de ternera con aceite de patatera (porque ya me pillaron sin lágrimas, que si no también lloro). De postre leche guisada con galletas y helado (dignas de un diabético claudicante como yo). Pan, agua y copa de vino (escogí Habla del Silencio); todo por treinta y ocho euros. Sin palabras.

Menú diario por doce euros. Carta larga con mucho donde elegir. Postres de escándalo. Bodega de altura. Camareros uniformados. Los directores generales contentos, los comensales sin graduación también. Y el detalle impagable, revelador y casi místico, de ver comer a Claudio, el viejo, en una mesa junto a la puerta de la cocina; como si se tratara, en realidad se trata, de una honrada casa de comidas de toda la vida. La rúbrica que dice que el negocio hay que atenderlo aún más allá de la jubilación. Que la familia Vidal sigue entregada a su obra. Que los milagros suceden cuando se les invoca con trabajo, tesón y buena cabeza. Casa Claudio, visita obligada. ¿Defectos? La tapa del inodoro no es neumática. Pocos más. Eso sí, el lomo de ternera con aceite de patatera es uno de los mejores platos que recuerdo haber comido últimamente; ¡hidromático! (que dirían en Grease).

Las imágenes de Casa Claudio

Las imágenes de Casa Claudio