Vecinos tiene, según Wikipedia, 264 vecinos. Para mejor comprender la naturaleza del fenómeno, y citando al INE, 133 vecinos y 131 vecinas. Datos del 2017. Vecinos está a unos veinte kilómetros de su capital, Salamanca, por la carretera que lleva a la Peña de Francia, a La Alberca,… la que va buscando Extremadura. Vecinos tiene calles, como todo pueblo que se precie,… Calle la Iglesia, Calle las Escuelas, Calle del Frontón,… Calle del Teleclub,… así tal cual. Calle del Teleclub (y en Barcelona obsesionados con el 5G). Lo del teleclub debió ser cuando Vecinos tenía cerca de 800 vecinos, allá por los sesenta. Cerraron el teleclub y los vecinos se fueron. Pero quedaron las dehesas, las fincas de bravo y las leyendas. La del teleclub y, por encima de casi todas, la de Casa Pacheco.

Cuando Julio Robles, torero por la gracia de Dios, compró lo suyo, o sea, una finca de bravo, en Herreros de Peña de Cabra, cerca de Vecinos, ligó su destino a esta honrada casa de comidas. En una ocasión, Julio le regaló a Pacheco, su amigo, uno de sus vestidos de torear. Uno corinto y azabache. Lo había estrenado en Salamanca, en la Glorieta, y un «buendía» le despachó una cornada. Volvió a ponérselo, por segunda y última vez, en Cali, y en Cali les aguardaba, a Julio y al corinto, otra cornada. Así que Julio se lo llevó a Pacheco y le dijo: «¡Toma Pacheco, ponlo en una vitrina!». Corría el año de 1987. Y allí sigue hoy, dándonos la bienvenida. Sigue, ahora que ni aquel tabernero, ni aquel torero siguen.

Tres años después, en 1990, a Julio Robles, mi torero, porque todos los aficionados tenemos un torero en el santoral, un toro en Beziers le tronchó la vida. Le dejó vivo para que aprendiera a vivir preso de la muerte. Entre una silla de ruedas y una mantita de cuadros; tardes de tentadero y frío, mañanitas de soledad. Él seguía yendo a Casa Pacheco.

Y los de la Guía Michelín también. Este año distinguen al restaurante con su recomendación. Y, a mi juicio, no se equivocan. Casa Pacheco está para hacer kilómetros. A pie de carretera. Calle de un tal José Antonio, que supongo sería, pongamos por caso, el cartero del pueblo. Número 12. Piedra, madera, pinturas de García Campos, cabezas de toro y el tiempo detenido en estación de gloria. Si son ustedes de este siglo, les parecerá rancio. Si son como yo, algo rancios, les parecerá que ha merecido la pena el viaje. Y si son roblistas, comer en el salón que lleva el nombre de aquel dios joven, les provocará un íntimo estremecimiento. Están las cosas del torero, las que fueron suyas en este mundo y en este mundo se quedaron cuando él se fue. Y, de paso, mollejas de lechazo, callos de ternera, patatas revolconas con torreznos, judías del Barco, bacalao, y morucha, mucha, morucha. O sea, lo de siempre, hecho como siempre. Una sola concesión a los nuevos vientos: el steak tartar. De morucha, por supuesto.

Casa Pacheco abrió en 1916 según su propia web. Y la centena le sienta bien. De aperitivo me obsequiaron con una magnífica ensaladita de bacalao y tomate. Un grupo de ocho o nueve franceses comía alegremente. Dos caballeros en otra. Los franceses, que se me antojaron algo sibaritas, protestaron por el olor del corcho; les retiraron la botella sin un mal gesto. Magnífico detalle. Mientras, yo despachaba dos medios platos, uno de judías y otro de revolconas. Otro magnífico detalle: poder pedir medios platos. De segundo, cuarto en esta ocasión, carne de morucha. Más de lo mismo. Y de postre, flan. Lo mismo ahora que cuando el teleclub. Recetas inmemoriales ejecutadas sin enredos. Si ustedes buscan florituras no es su sitio.

Corinto y azabache: la vida y la muerte. «¡Para esto he quedado! ¡Para beber vino fiado bajo los toros que he matado!», dicen que dijo. Salí contento por la pitanza,… pero envuelto en la melancolía de sentirme huérfano sin aquel capote mágico de mi juventud.

Las imágenes de Casa Pacheco