Al arrancar el coche una de las voluntarias se percata de que hay una raja en la luna delantera. Veloz corre hacia el conductor que trata de calmarla: «No problem, no problem», le insiste. A lo que ella contesta: «Yes it is a problem»; y mientras regresa a su asiento se pregunta: «¿Por qué corres cuando los demás caminan?». Lleva razón; aquí las cosas zigzaguean como las curvas del cristal de este Jeep que nos conduce hasta la escuela profesional de Samudram. Desde la carretera se agolpan imágenes a veces grotescas de la poliédrica India: vertederos, un perro copulando con una oveja y bares-chabolas en los que sirven pasta de cereal en oxidadas tazas de cinc.

Viendo esto enseguida uno se da cuenta de la conveniencia del programa India for India, que promueve la recogida de huchas entre la población para concienciarla de que su aportación es necesaria. El año pasado recaudaron miles de euros, un dinero con el que se sufraga buena parte de los gastos de muchos niños huérfanos becados por la fundación.

José Antonio da clases en esta escuela profesional de idiomas de Samudran. Natural de Burgos es, sin duda, una de las personas más clarividentes con las que hemos tenido la suerte de toparnos. José Antonio tiene el don de hacer arquitectura con la palabra para lanzar un mensaje preciso. Cuenta que el centro imparte inglés, francés, español y alemán. Además, promueve habilidades sociales para que los alumnos sepan enfrentarse a redactar un e-mail, un currículum o una entrevista de trabajo, por ejemplo.

Los estudiantes pertenecen a familias de agricultores. A Samudran llegan los mejores. El hecho de que en este país el verbo vaya al final es muy desconcertante, pero hay indios tan talentosos que han sido educados con éxito en métodos memorísticos y están familiarizados con la idea de decir las cosas de mil maneras. 120 fueron elegidos para este curso de los 1.200 que se postularon. El 90% saldrá de aquí con empleo. «Es delicioso trabajar en este lugar porque los alumnos están supermotivados. Al terminar la clase asedian al profesor como a un futbolista saliendo del vestuario», dice José Antonio entre risas.

La escuela es, indudablemente, una oportunidad para un país que vive un momento histórico de crecimiento económico que en las grandes ciudades está potenciando el mercado laboral. Son tan buenos los resultados que hay alumnos de las castas más bajas que han fichado por Microsoft, en Francia. Otros ya aportan sus conocimientos en multinacionales como Accenture o IBM, que también operan en La India. Están tan agradecidos que las primeras 30.000 rupias de su sueldo se las entregan a la fundación y, además, ayudan de por vida a sus familias para que salgan de su desdichada existencia.

Salimos de la escuela reconfortados. En el paso a nivel toca esperar a que cruce el tren que va hacia Hyderabad, la capital del Estado, a 10 horas de trayecto. Los operarios levantan manualmente la barrera y nos dan paso. A pocos metros dejamos la autopista y llegamos a Raminetalli. Viven en este lugar 400 familias, muchas de ellas las llamadas intocables. Son castas tan desfavorecidas que cuando Vicente Ferrer llegó aquí, la gente no entendía que hubiera que enviar a los niños a la escuela y mucho menos a las mujeres. Pero las nuevas generaciones son otra cosa y han convertido Raminetalli en el oasis de esta isla de la tempestad: los niños estudian, acuden a centros deportivos, a la escuela de tenis que Rafa Nadal ha montado a pocos kilómetros, y los mejores expedientes tienen opción a estudiar en centros privados.

La antigua generación sigue, sin embargo, lastrada. A las puertas de la escuela cuatro mujeres nos esperan. Una de ellas sostiene un globo azul de los que la expedición que conforma este viaje ha regalado a los alumnos. Otra dice que tiene hambre y nos pide un zumo de fresa. No saben con certeza la edad que tienen, quizá más de 80, porque como nacieron mujeres jamás las inscribieron en el registro. No tienen tele ni máquina de coser. No hicieron más que trabajar en el campo. Nacieron hembras, dejaron sus pueblos y sus familias y se vinieron aquí con sus maridos. Nos imploran un selfie.

De vuelta a la fundación, Carlos, cocinero sevillano que viaja con nosotros y que es ‘to’ arte, ha preparado un pisto manchego que sabe a gloria. Lo comemos con devoción y nos retiramos a descansar. Desde la pared de nuestro cuarto de baño una salamanquesa gigante ya vela nuestros sueños.