Si alguien lee una columna con este título en un periódico publicado en Extremadura, podría encontrar, en ocasiones, palabras gruesas y hasta un tono apocalíptico. Maldecir del rincón peninsular del nordeste ha sido durante mucho tiempo una manera de ganarse el aplauso fácil al final de la barra y palmaditas en la espalda de la gente más carca. La semana pasada nos juntamos unos cuantos políticos, profesores y columnistas de Extremadura para hablar de las relaciones entre esta tierra y la catalana. Faltaban pocos minutos para clausurar el encuentro de Alcántara y por la mesa corría un artículo sobre Cataluña con adjetivos que la calificaban de antigua, elitista, rencorosa, acomplejada, insolidaria, victimista, prepotente y ridícula. Mientras llegábamos a la conclusión de que había que hacer un esfuerzo por conocerse, mientras concordábamos con las palabras de Javier Moreno Romagueras y su llamada a bajar el diapasón, mientras asentíamos a las de Enric Juliana pidiendo que aprendiéramos de los portugueses el concepto de respeto, la realidad nos daba un vuelco y nos devolvía al punto de partida. Son tantas las razones para amar y admirar esa tierra, que uno no está dispuesto a cambiar de opinión por lo que diga un concejal en un blog o por lo que decidan votar libremente sus ciudadanos. Admiro la pluralidad de un parlamento con seis fuerzas políticas, la estética cooperativa que plasman en costumbres como la sardana o los castellers y me parece loable (y no criticable) que doce periódicos escriban un editorial consensuado. Los que crean en el enfrentamiento entre pueblos y territorios que no cuenten conmigo.