Eran dos hermanas. Margaret y Kate Fox. En mitad del siglo XIX afirmaban ser testigos de fenómenos paranormales. Y la sociedad de la época, ansiosa de que existiera la más remota posibilidad de saldar las deudas con sus muertos, empezó a reclamar sus servicios. Se vendían como médiumsy la tercera de las hermanas, Leah, era su representante. Su reputación las encumbró y amasaron una verdadera fortuna a costa de los crédulos que esperaban noticias del más allá hasta que confesaron que tal habilidad no era más que un engaño y que los supuestos mensajes que provenían de los espíritus no eran más que sonidos que ellas mismas provocaban. Curiosamente, aunque se descubrió su fraude, su leyenda les acompaña y se les sigue considerando como precursoras de lo que se conoce como espiritismo moderno. Eso sí que es todo un misterio. Tan concentrados en la necesidad de buscar una razón lógica a la existencia, es curioso lo que le obsesiona al ser lo que no se puede probar. Es paradójica esa necesidad de creer que tiene que haber cosas que no se puedan explicar. Algún poder sobrehumano que escape al entendimiento humano. Seguro que más de uno habrá querido tener esa capacidad inexplicable, ya sea hablar con los muertos o saber qué le pasa al otro por la cabeza. Hay gente que lo hace. Este ni se apellida Fox, ni usa esas artimañas, pero al igual que las hermanas, deja con la boca abierta. Se llama César Bravo (Cáceres, 1978) y sabe leer las mentes.

Si muchos tuvieran que elegir un poder, después de volar o ser invisible, claro está, sería el suyo. Es mentalista. Ha entrenado tanto su cabeza que tiene la destreza de meterse en la tuya sin que te des cuenta para sonsacarle lo que le apetezca. Él pertenece a esa generación de ilusionistas que cultiva este campo en Extremadura. Centra su empeño en la clarividencia. Se tapa los ojos con unas monedas y cinta aislante, se enfunda un casco de papel de plata y con un toque sabe en pocos minutos consigue adivinar qué objeto tienes en el bolsillo. Una tuerca, un bolígrafo o una vela falsa. Cualquier cosa que se te ocurra. Deja a todos con millares de preguntas y se marcha. Parece un poder pero él asegura que no, que todo está en los libros.

«¿Sabías que te iba a llamar?». «No funciona así». Menos mal. Tampoco le gustaría porque saber qué piensa todo el mundo sería inabarcable para cualquiera. Asegura que lo que hace es «crear una ilusión». En este ejercicio lleva diez años y su entrada fue, como él mismo define, «rocambolesca». Sufría un trastorno de déficit de atención. «Me costaba mucho concentrarme». Así que decidió atajarlo, primero leyendo manuales para desarrollar una súper memoria. «Podía recordar una baraja de cartas en dos minutos». Una cosa llevó a la otra y acabó en la estantería de los libros de mentalismo. Tan en serio se lo tomó que al tiempo ya hacía pinitos en el Aldana y más tarde montó su propio espectáculo. Su convencimiento era el de emular la atmósfera mística de los grandes pero el resultado fue otro. «Se me caían las cosas, era muy caótico, a todo el mundo le gustaba y me decían que les gustaba mucho y que se reían mucho, pero yo no quería generar risas, quería justo lo contrario». Finalmente, se dio cuenta de que «no podía ser serio» así que aceptó la dualidad y se convirtió posiblemente en el mentalista menos serio que ha existido. Estudió Bellas Artes en Salamanca así que con los contactos que tenía llevó su show, recorrió otras ciudades del país hasta que por fin se presentó en sociedad en Cáceres. Su trabajo le costó porque en un principio no quería que los amigos le vieran. Jugar en casa siempre es doble partido.

En cuanto al público, asegura que en estos años ha encontrado de todo. Mucho incrédulo. «Hay quienes se cierran en banda, los escépticos, y hay gente que se sorprende muchísimo». Precisamente para esos sorprendidos, explica que puede hacerlo cualquiera. Con mucha teoría y más práctica. Él dedica cuatro horas al día. Es su vida y quiere que lo siga siendo mucho tiempo porque es lo que le hace feliz. Esto último si que se puede ver.