Echo cuentas y me quedo aterrado de que hayan pasado varias décadas desde la última vez que escribí una carta a los Reyes Magos. ¡Décadas! Una palabra nimia si la aplicamos a la Historia de la humanidad pero cruel cuando sirve para medir los tramos de nuestra vida. Miro por el espejo retrovisor y trato de analizar cuánto hay en mí del niño que fui, ese niño ilusionado ante la llegada subrepticia de las figuras borrosas de tres hombrecillos que en la madrugada del 6 de enero se cuelan en los hogares por la chimenea, incluidas aquellas casas que, como la de mis padres, no tenían chimenea. Quizá ese fuese su primer milagro: entrar en nuestras vidas por conductos inexistentes.

Y aquí estoy, digo, décadas después, preguntándome si podría, con un poco de esfuerzo, recuperar algo de la inocencia de antaño para hacer alguna petición de hoy a los Reyes Magos de siempre. No consigo decidirme. Quisiera pedir paz y felicidad para todos, como mandan los cánones, pero soy demasiado viejo para saber que la paz y la felicidad nos las hemos de ganar nosotros a base de esfuerzo, sin trucos mágicos de por medio. Por otra parte, los regalos navideños que podrían alegrarme la jornada son muchos, pero ninguno de ellos realmente imprescindible.

Decido pues que esta carta hipotética a los Reyes Magos no debería tener el objetivo de hacer ninguna petición concreta sino el de agradecer mi obstinada presencia en este mundo. He de reconocer que, décadas después de la pérdida de la inocencia, aún albergo la certeza de que mi vida es, pese a todo, un hogar agradable con una chimenea cálida en la que aún caben legítimas ilusiones.