Después de amontonar más de 500 muertos anónimos, China desbordó ayer su duelo e ira con la muerte del doctor Li Wenliang. Li es el imprescindible rostro que humaniza una tragedia y la empuja más allá de las frías cifras. Había destapado la epidemia del coronavirus y fue reprendido, se infectó después al operar a un enfermo y fuentes hospitalarias anunciaron su fallecimiento anoche. La confusión llegaba minutos después, y se prolongaba durante unas horas, al informar de que aún se le estaba intentando reanimar. También con su presunta muerte dejó Li en mal lugar a las autoridades. Y más allá del terremoto social subyace el científico: Li era un saludable treintañero cuando se suponía que el coronavirus solo mataba a ancianos y pacientes con complicaciones previas.

No se recuerda un trending topic tan avasallador. En Wechat y Weibo, las variantes chinas de Facebook y Twitter, solo se hablaba de él desde que se supo la noticia. Li ha sido elevado al altar nacional de los mártires en contraposición al gobierno local que arrastró los pies en los primeros días. La historia es conocida: Li comprobó a mediados de diciembre que siete vendedores de un mercado local estaban ingresados en su hospital con síntomas similares a los del SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Severo) y envió un mensaje a su círculo de amistades pidiéndoles precaución. El mensaje acabó viralizándose y la policía reprendió cuatro días después a Li por emitir rumores que atentaban contra el orden social y le amenazó con enfrentarse a la justicia si perseveraba. Acató las órdenes y, a principios de enero, se contagió mientras operaba de un glaucoma a una mujer. El país había seguido con atención la evolución del doctor que, en sus últimos días, criticó la ineptitud de las autoridades locales en entrevistas con medios internacionales.