Los chinitos daban mucha pena. No solo eran pobres y comunistas, es que ni siquiera eran cristianos. Por eso salían a la calle el día del domund en forma de hucha con su sombrero amarillo, junto al resto de los pobres: indios de plumas multicolores, moritos de blanco turbante, negritos con sus rizos negros. De ellos se sabía bastante poco a no ser que vivieras en San Francisco al lado del chinatown y hasta la salsa de soja era una extravagancia solo al alcance de sofisticados gourmets. Luego empezaron a poner restaurantes, y, como el arroz tres delicias gusta, la gente se fue acostumbrando a verles en persona, así como son: más bien pequeños, menos amarillos de lo que nos decían y con ciertas dificultades para pronunciar aunque el chino, que más que un idioma parece una ráfaga de tés y eles, lo manejan sorprendentemente bien. Nos vendieron los rolex y los vuitton a precios muy asequibles y enseguida abrieron sus naves repletas de miles de trastos que siempre vienen bien. Ahora están en medio de todo. Han dejado de ser exóticos. Sin embargo, seguías mirándoles con cierta lástima, como si todavía fueran pobres. Y ahora resulta que nos estaban comprando, preparando una auténtica colonización que tiene pinta de ir mucho más lejos que el denostado --y ya tan pasado de moda-- imperialismo yanqui. Pueden, porque son muchísimos que han ido silenciosamente infiltrándose por ahí y quedándose con nuestras deudas. El señor Hu ha ido a ver al señor Obama y, mirando la foto, está muy claro que ninguno tiene pinta de hucha del domund. Toca chinizarse, igual que tocó americanizarse. A falta de rock and roll, hace semanas que ensayo en casa el pato laqueado sobre crujiente de ibérico.