TAt las dos de la tarde, en un vagón de metro, alicatado hasta las cejas de sobacos ajenos, nunca se le habría ocurrido a uno pensar que hacen falta más ciudadanos en España. Y resulta que sí, que dice el presidente que urge que vengan más niños, supongo que a terminar de pagar las hipotecas de los padres que, de puro irresponsables, se mueren dejando las cosas a medias. Por eso es comprensible que con la iniciativa de los 2.500 euros por hijo, además de las mujeres embarazadas, estén de enhorabuena los del sector de las funerarias y los banqueros. Cuanta más gente, mejor para el negocio. Todo es cuestión de cifras para los políticos. Si López-Alegría llevara a un político al espacio, al mirar al globo terráqueo sólo vería un negocio redondo. Eso explica su afán por llenar el mundo de gente nueva. Justo ahora que los demógrafos aseguran que en el chiringuito no cabe un alfiler; cuando las ciudades son un hervidero de gente infeliz; cuando la vivienda se ha convertido en un tabuco; cuando la relación entre padres e hijos es un campo de minas, nos invitan a que engrosemos la lista de contemporáneos. ¿No sería más sensato dedicar dinero y esfuerzos a hacernos más agradable la vida a los que ya estamos aquí que invitar a nuevos comensales a un festín agotado? Por supuesto que tenemos problemas de intendencia. Pero es que somos como un barco de recreo con capacidad para mil pasajeros que ha dejado subir a bordo a dos mil quinientos. Y encima el capitán pretende convencernos de que los problemas los solucionará el dinero del pasaje de quinientos viajeros nuevos. No nos salen las cuentas, y el barco de recreo se ha tornado barco negrero.