Nunca me han gustado los circos, al menos los de verdad. Los otros, los de los cuentos y las películas, me encantan. En los libros infantiles y en el cine aparecen bailarinas bellísimas, trapecistas aladas con vestidos de lentejuelas, fieros domadores y payasos felices. Todos ellos suelen vivir en carromatos de colores, acompañados de animales que saludan desde los vagones del tren. Pero la realidad, como siempre, se empeña en estropearlo todo. No recuerdo bien la primera vez que fui al circo, pero sí me acuerdo perfectamente del engaño. Nada se parecía a lo que mostraban los carteles: las fieras salvajes eran un caballo y dos perros de apariencia lamentable, y la increíble mujer de hielo se parecía sospechosamente a la que cinco minutos antes nos había vendido las palomitas, a la que bailaba en mitad de la pista, y a la acompañante del domador. Más pluriempleo imposible. Y lo peor era que los pobres animales dormían anestesiados en jaulas inmundas. Muchos años más tarde traté de reconciliarme con el circo llevando a mi hijo pequeño. El resultado fue el mismo: payasos que daban casi tanto miedo como pena, trajes remendados y trucos de magia a la misma altura de los de Borrás. Y no he vuelto. Probablemente existan espectáculos maravillosos con acróbatas etéreos y trapecistas que vuelan de verdad, pero no los he visto. Para mí son tan irreales como los de los libros. A lo mejor la magia del circo consiste en ese humo que venden, en hacernos creer que la fantasía puede tocarse. Que la realidad lo estropee todo, ya no depende de la organización. Los desengaños nunca son responsabilidad de la empresa anunciadora.