TUtna amiga me cuenta que este verano no le ha dedicado tiempo a la lectura. Confieso mi envidia: yo he intentado en varias ocasiones pasar varios días sin leer y no lo he conseguido. Hace años hice una excursión organizada por Italia durante una semana y me prometí no viajar en esas condiciones. Los motivos de mi hartazgo: el cansancio físico (apenas dormíamos), el poco poso cultural que quedaba tras ver tantos monumentos en tan poco tiempo, y la imposibilidad de dedicar al menos una hora diaria a leer.

No pretendo con estas líneas robarles el trabajo a los responsables de Fomento de la Lectura; ya digo que vería con buenos ojos poder pasar, pongamos, una semana en barbecho . De igual manera que a muchas personas les vendría bien dedicar parte de su tiempo a la lectura, otros necesitaríamos reservar parte de nuestras energías a la no-lectura. Para oxigenarnos, vaya. Y es que leer puede ser una adicción como lo es para otros jugar a la lotería o criticar al gobierno de turno.

Hay en mi adicción mucho de pedantería y exquisitez. Lo diré abiertamente: tendemos a consumir la vida sin reflexionar sobre ella, y esa sed de reflexión es la que busco en la literatura, la filosofía, la teología, etcétera. Me cuesta ceñirme a la laxante vida cotidiana sin el comodín --por citar lecturas presentes o recientes-- del gurú del ateísmo Christopher Hitchens , los ensayos de Ian Gibson sobre Lorca , las novelas de Vargas Llosa o las lecciones de fotografía digital de José María Mellado .

Que millones de personas vivan perpetuamente de espaldas a la lectura y no sentirse vacíos de contenidos es algo digno de malsana envidia.