En verano el género humano vuelve a sus remotos orígenes. Parece que el calor activa en algunos de nuestros congéneres instintos que creíamos perdidos, comportamientos que vuelven a acercarlos al animal que fueron. El invierno los mantiene bajo mínimos, pero al llegar junio, sufren un deshielo moral que dura más allá de septiembre. Para empezar, graznan o ladran cuando se dirigen a otro humano, sobre todo en medio de un atasco o si tienen que guardar turno. En grandes manadas acuden a las playas, ríos y piscinas, desplegando toallas, neveras y sombrillas como si tuvieran que marcar el territorio. A falta de sonidos de la selva, suben el volumen de cualquier aparato capaz de simularlos, ya sea con o sin auriculares. Entre ellos se comunican a voces, da igual la hora. Como cambian sus ritmos vitales, creen que todos lo hacemos, así que no ven inconveniente en aullar bajo las ventanas de madrugada o gritar en terrazas hasta bien entrada la noche. De día se refugian bajo el aire acondicionado a la más alta potencia, y se enorgullecen de tener que llevar ropa de abrigo en casa. Extremadamente sociables, el calor activa su necesidad de estar en contacto, por lo que pegados al móvil, chillan en cualquier transporte público, incluso en aquellos actos en los que se debe mantener el teléfono apagado. Dejan en cualquier lugar los restos de su presencia: vasos de plástico, colillas o bolsas, quizá como advertencia a los predadores. Menos mal que enseguida llega el otoño y pone las cosas en su sitio o no, pero al menos se puede volver a pasear en silencio, mientras ellos ponen la calefacción al máximo en sus guaridas.