TNtunca se reflexiona suficientemente sobre el hambre. En estos días se ha repetido de nuevo el dato. Mil millones de personas. Fría cifra que esconde vientres hinchados, ojos hundidos y desesperación. Más allá de actos bienintencionados, aislados, no existe una acción global para poner coto a la mayor vergüenza que arrastramos.

Dicen que ha sido un año de gran abundancia de alimentos, pero los hambrientos siguen sin tener acceso a ellos, entre otras razones porque el precio se lo prohíbe.

Hace algún tiempo reflexionaba sobre el capitalismo. Eran días en los que los líderes del mundo hablaban de refundación. Yo creía que siempre habría resquicios por los que se colarían estos transformistas del propio interés y, lamentablemente, así es. Abandonando mercados que ya no les proporcionan los beneficios buscados, han encontrado un gran yacimiento: la tierra. Compran cosechas. Son amasadores de grandes fortunas con aspecto de personas honradas a costa de miles de millones de personas que, según la ley de Dios y de los hombres, han nacido iguales a ellos, con los mismos derechos fundamentales, y entre estos derechos está el alimento. Pero no tienen dinero para poderlo comprar porque sus, en teoría iguales, prefieren engordar aunque sean millones los que paguen su lustre con la enfermedad y la muerte. Gentes desesperadas que, para conseguir dinero con el que mantenerse, venden sus órganos a las mafias. Poco más pueden hacer. Sólo dejarse morir, porque ni para el levantamiento clamando por la revolución tienen fuerzas.

Me niego a conjugar la primera persona del plural. No soy yo, ni mi vecino, Son ellos. Los que nunca se conforman, los que nunca tienen suficiente ni miran lo que dejan atrás. Ellos se lo han quitado todo.