TMti mujer me ha prohibido que la saque en el periódico. Me ha pedido que si tengo que referirme a ella para contar una anécdota diga: "Una que conocí una vez..." Pues vale... Una que conocí una vez y un servidor acabamos de comprarnos sendas gafas para leer. Las de ella han costado 35 euros. Las mías, ocho veces más. La verdad es que son casi iguales, pero los cristales de las mías son orgánicos, no reflejan nada, el acero es de una aleación especial... ¡Zarandajas! A la hora de la verdad, los dos leemos exactamente igual, pero ella lo hace por 35 euros y yo por 300.

Una que conocí una vez y un servidor hemos coincidido en el ascensor y, ¡oh casualidad!, ambos habíamos tenido la feliz idea de comprar cerezas. Al llegar a casa hicimos las pertinentes comparaciones: las suyas eran de un rojo brillante, tenían rabo y le habían costado 1.80 euros el kilo. Las mías no tenían rabo, eran casi negras y me habían salido a seis euros el kilo. Las probamos y estaban exquisitas, tanto las mías de seis como las de una que conocí una vez de 1.80.

Cuando hago estos dispendios ridículos, mi mujer... ¡Uy, perdón!... Una que conocí una vez no me riñe, sólo me sonríe y yo me siento ridículo al reparar en su sentido común, su austeridad y su buen gobierno de lo doméstico. El otro día decidí dejar de gastar tanto dinero en bobadas y le compré un collar a una que conocí una vez. Lo cogió, lo miró, me sonrió, se lo probó y lo catalogó con una expresión que condensa su pragmatismo vital y su incapacidad para la tontería: "Es muy cómodo".