TCton las comuniones pasa lo mismo que con la Navidad, casi nadie cree en ellas pero todos acabamos por celebrarlas. Es por los niños, decimos, por la ilusión. O para que no se cojan un trauma comparándose con los demás. Ponemos los ojos en blanco, preparamos la cartera y nos lanzamos al consumismo feroz. Ya que lo hacemos, hay que hacerlo bien, como la vecina del quinto o como tu cuñada. No hay que ser menos, es la consigna. A no ser que seas creyente y tengas fe en lo que estás haciendo, para el resto, una comunión es un escaparate social: saca la visa y preparados, listos, ya, empieza el espectáculo. Ahí está la pobre niña embutida en un vestido de novia, ensartada en tules con zapatos de tacón a juego, o el pobre niño arrastrando a duras penas los brillos de su traje de almirante. Los peinan y maquillan como si fueran estrellas de cine. Nada falla en el ajuar: la medallita, la muda blanca, el reloj y ahora la wifi, el mp4, el último móvil, etcétera. Hemos pasado del misal con tapa de nácar al bazar electrónico sobre la mesa del banquete. El dinero se mezcla con los langostinos y el último videojuego con la tarta nupcial. Sobre ella, como anticipo de futuro, la niña corona el esperpento de nata. Luego hay payasos mientras los mayores apuran los cubatas como en las bodas. Qué alivio, se oye, menos mal que se acabó y ya no tendremos que llevarlos más a catequesis. Y una se pregunta por qué no dejan de celebrar comuniones y empiezan con las puestas de largo. Por respeto a quienes viven esto como creyentes, pero sobre todo por respeto a la propia lengua, para empezar a llamar a las cosas por su nombre.