Extracto de “El chef cabrado” de Anthony Warner (Ariel, 2018, traducción de Cristina Macía Orío)

Selección a cargo de Michele Catanzaro

Hay un millón de gurús diferentes armados con certificados digitales, viajes personales hacia la salud y puntos de vista diferentes sobre cómo limpiar holísticamente el organismo desde dentro, pero todos están de acuerdo en una cosa: el azúcar es malo. Peor que malo. Es un veneno malévolo, tóxico, que viola nuestros cuerpos y nos hace estar gordos, deprimidos, enfermos y mal de salud. El azúcar es el mal absoluto, concebido por científicos corruptos y propagado por la codiciosa industria. Es el veneno dulce, más adictivo que la cocaína, más destructivo que la metanfetamina; es un asesino silencioso, la peste, el cáncer. […]

Vamos, que no dejan lugar a dudas: el azúcar envenena a los niños y causa obesidad, además de ser tóxico, crear adicción y provocarnos todos los problemas de salud habidos y por haber. Somos esclavos adictos de la industria alimentaria, malvada y despreciable como ella sola. El debate del azúcar está impregnado de rabia, desprecio y repugnancia. Hay malvados criminales que solo buscan acabar con nosotros y valientes guerreros que ansían vengarnos. Los salvadores antiazúcar prometen guiarnos en la depuración, sacarnos de la adicción y librarnos de las instituciones corruptas que nos han hecho daño a cambio de beneficios económicos.

Por cierto, si hay que decirlo todo, parece que el azúcar ha mostrado un cierto nivel de eficacia a la hora de desenganchar ratas de la cocaína. No hay mal que por bien no venga.

Una situación peliaguda

Para ser sinceros, el azúcar no es inocente de todo mal. La mayoría lo consumimos en exceso. […]El exceso de azúcar en la dieta puede provocar muchos problemas de salud. Sin duda incrementa la probabilidad de sufrir caries, sobre todo si se consume entre horas. Además, parece ser que una dieta rica en azúcares añadidos contribuye al aumento de peso, aunque la ciencia no lo afirma de manera tan tajante como algunos querrían. El azúcar facilita un consumo excesivo de calorías porque muchos productos ricos en azúcar son una manera deliciosa de ingerir combustible en exceso, pero eso por sí solo no lo convierte en causa de obesidad.

Me parecen de perlas las campañas sensatas que recomiendan limitar la ingesta de azúcar. Todos lo consumimos en exceso y hay problemas reales de salud derivados de ello, así que son campañas plenamente justificadas. Me encanta la comida y lo que quiero es que la gente tenga una relación saludable con lo que come; y, por muy buenos que estén los refrescos con burbujas, si alguien consume el 15 % de sus calorías diarias a golpe de azúcares añadidos lo más probable es que no esté disfrutando de la variedad y diversidad de ingredientes que tenemos a nuestro alcance.

No, el debate sobre el azúcar que me preocupa es otro, y tiene dos caras. Para empezar, la pseudociencia, los malentendidos y las teorías conspiranoicas que lo rodean. Solo sirven para confundir a la gente y no contribuyen a solucionar los problemas de la obesidad. Y para seguir, lo peor, me pone malo su lenguaje, lleno de culpa y apelación a la vergüenza. Voy a hablar de ambas cosas en este capítulo. El azúcar es un tema que me preocupa, como a todos los que querríamos que el mundo entero tuviera una relación sensata, realista y equilibrada con la alimentación; así que, lector, si tienes ganas de ver a un chef de mediana edad muy frustrado y muy cabreado, en las próximas páginas te lo vas a pasar en grande.

Una dulce conspiración

En torno al azúcar hay una teoría de la conspiración que se repite una y otra vez, fruto de la creencia de que los poderosos grupos de presión, esos personajes misteriosos que se esconden tras el «Gran Azúcar», llevan desde los años sesenta actuando en connivencia con los científicos para marcar las directrices de recomendaciones dietéticas y así incrementar las ventas. En los años cincuenta y sesenta, en Estados Unidos, hubo un incremento notable en la incidencia de enfermedades coronarias, y unos cuantos científicos, con el carismático nutricionista Ancel Keys a la cabeza, lo atribuyeron al incremento del consumo de grasas saturadas en la dieta del estadounidense medio. Tras muchas investigaciones y debates, el gobierno de Estados Unidos publicó en 1980 unas directrices de nutrición en las que se recomendaba limitar el consumo de grasas saturadas y colesterol, para así tratar de combatir la creciente crisis. El gobierno del Reino Unido hizo algo muy similar en 1983 para combatir problemas semejantes.

Estas medidas iban dirigidas a mejorar la salud pública, pero muchos creen que tuvieron un efecto imprevisto y marcadísimo. Según los datos, los niveles de obesidad en Estados Unidos se habían mantenido más o menos inalterados hasta 1980, y subieron de repente tras la publicación de las directrices sobre el consumo de grasas, tendencia que se mantiene hasta la fecha. En el Reino Unido sucedió casi lo mismo, y en la actualidad tiene uno de los índices de obesidad más altos de Europa. Muchas personas, algunas relevantes, han defendido con insistencia que el incremento en la obesidad tiene relación directa con las directrices de alimentación (y creo que en este momento conviene recordar al lector los peligros de confundir correlación con causalidad). Y todavía más: suelen culpar directamente al azúcar, porque la industria alimentaria trató de adaptarse a la tendencia «baja en grasa» y sustituyó muchas veces las grasas por azúcares para no perder palatabilidad. Los almidones y azúcares refinados ocuparon el lugar de las grasas derivadas de los lácteos; la mantequilla dejó paso a cremas de untar bajas en grasas y altas en azúcar, y los cereales azucarados sustituyeron a desayunos tradicionales más grasos, como los huevos con beicon.

Los detractores aseguran que estos cambios en los consejos nutricionales han llevado a la obesidad porque provocaron un incremento en el consumo de azúcar. Lo tienen clarísimo. En 1980 se cambiaron las directrices para aconsejar que se moderara la ingesta de grasas saturadas. La industria alimentaria lo planeó todo junto con los grupos de presión para sobornar a científicos y gobiernos, en su desesperación por forzar a la gente a consumir más azúcar. Todo el mundo dejó las grasas y se pasó a una dieta alta en azúcar. Todo el mundo engordó. La conspiración sigue su curso porque los científicos se niegan a admitir que metieron la pata, y «Gran Azúcar» tiene controlada tanto a la ciencia nutricional como a los sistemas de salud públicos. Se nos dice que han echado tierra sobre montones de pruebas científicas a favor de la grasa y en contra del azúcar, y que las directrices nutricionales que nos han dado son erróneas.

Este relato cuenta con el apoyo de muchos académicos y divulgadores (Robert Lustig, David Gillespie, Zoë Harcombe y Aseem Malhotra, por ejemplo), que citan abundantes pruebas de la maldad intrínseca del azúcar y la fructosa. Algunos llegan a calificarlo de toxina, de sustancia que nuestro metabolismo no puede procesar, y dicen que ganamos peso no por un consumo excesivo de calorías, sino por el daño metabólico sufrido por el consumo incrementado de azúcar. Muchos dicen también que las grasas saturadas han sido vilipendiadas en exceso.

No me apetece mucho ponerme a detallar aquí todos los detalles científicos: baste decir que, en mi opinión, la correlación entre el incremento en los índices de obesidad y los cambios en las directrices alimentarias es un ejemplo casi perfecto de liebre sentada junto a un montón de huevos. Más aún: junto con la presunción de causalidad, se ha tejido una narrativa muy larga y compleja sobre conspiraciones, científicos malvados y alimentos buenos contra alimentos malos.

Pruebas amargas

¿Causaron obesidad las directrices nutricionales de 1980? Puede que fueran un factor pero, cuando hablamos de un problema tan amplio y complejo como la obesidad, atribuir cualquier tipo de relación causal a un único ingrediente es demasiado simplista. Aquellas directrices iban más en la línea de «lleva una dieta equilibrada con mucha fruta y verdura, y montones de fibra». Recomendaba reducir el consumo de azúcar, no solo el de grasa, pero sí es verdad que lo que se transmitía al público iba más en el sentido de «la grasa es mala», de modo que los medios de comunicación y los gurús de las dietas de la época se dedicaron con entusiasmo a demonizarla. Las grasas, sobre todo las saturadas, cargaron con la culpa de todos los problemas de salud, porque muchos se tragaron el anzuelo de una narrativa cómoda y simplista sin tratar de entender el fondo de los consejos. A nadie le interesa introducir cambios sutiles en su alimentación para conseguir una pequeña mejoría de salud: les gustan mucho más los cambios a lo grande y las mejoras ostentosas, como las dietas sin grasa. Muchos, demasiados, tomaron como único objetivo la eliminación de la grasa de su alimentación, y pasaron de todo lo demás.

Hay numerosas pruebas anecdóticas del cambio en la dieta de los consumidores y la plétora de productos «bajos en grasas» que se comercializaron en los ochenta y en los noventa, pero una de las pruebas condenatorias más potentes contra la conspiración del azúcar es la estrepitosa falta de indicios de que el cambio en las directrices de alimentación provocara un cambio notable en el consumo de azúcar. Hubo un incremento per cápita en Estados Unidos, sí, y en ese caso el consumo de azúcar muestra una marcada correlación con los niveles de obesidad, pero la llamada «paradoja australiana» señala que, en ciertos grupos de población, el consumo de azúcar se redujo tras la década de los ochenta,2 y aun así la obesidad siguió incrementándose. Los datos de consumo no son de toda confianza y la «paradoja australiana» ha sido objeto de críticas y tema de debate, pero como mínimo hay indicios de que las causas de la obesidad son más complicadas y dependen de muchos más factores que el aumento en el consumo de un ingrediente concreto. En el Reino Unido, el departamento de medio ambiente, agricultura y asuntos rurales (DEFRA, por sus siglas en inglés) ha llevado a cabo anualmente mediciones en la dieta del país a través de registros personales de alimentación y tickets de caja en supermercados, y han descubierto pruebas abundantes de que el consumo de azúcar está en declive. Las mediciones han mostrado un descenso del 16 % per cápita en el consumo de azúcar desde 1992,3 y al mismo tiempo un incremento medio de dos kilos en el peso de los adultos.4 Según un informe de 2012 de la British Heart Foundation: «Desde la década de los setenta se ha reducido la ingesta media de calorías, grasas y grasas saturadas. También se ha reducido la ingesta de azúcar y sal, al tiempo que se ha incrementado la de fibra y verduras».

Seguro que esto sorprende a más de uno, sobre todo porque viene de una instancia tan respetable y es un informe serio, y tira por tierra toda la retórica conspiranoica con la que nos bombardean a menudo los medios de comunicación. Los ánimos están muy caldeados y a los autores de la «paradoja australiana» les dieron con todo; incluso llegaron a acusarlos de mala praxis académica, aunque luego se demostró que eran inocentes. El hecho mismo de que hasta los autores del trabajo lo consideraran una «paradoja» muestra hasta qué punto están enraizadas las creencias que dicen que consumo de azúcar y obesidad son básicamente el mismo problema. Hay pruebas que indican correlación en Estados Unidos, pero la falta de datos en otros países tiene que bastar para que nos preguntemos si no será un factor de confusión. Por lo general, se hace caso omiso de esta falta de datos y se desacredita los que señalan el problema, y aun así nadie ha presentado pruebas en contra.

Los antiazúcar dan por hecho que el consumo se incrementó de manera brutal en todo el mundo a partir de los años ochenta porque encaja con sus teorías y con anécdotas personales. Los que tenemos ya una edad recordamos con cariño aquellos deliciosos vasos de leche con toda su nata y los bocadillos de beicon con un dedo de mantequilla, pero son recuerdos, no se basan en registros personales de alimentación, solo en ese vago concepto de que «antes» las cosas eran mejores. Nos imaginamos una era mágica antes de que el mundo se corrompiera y derrumbara, antes de que los «científicos» empezaran a decirnos lo que teníamos que comer con sus directrices y controles. Un tiempo en el que vivíamos todos en paz, amor, armonía y la dieta era completamente natural. Pero la realidad es mucho menos clara. Tengo edad suficiente para recordar aquel mundo anterior a las directrices… y los refrescos azucarados y los donuts no se inventaron en los ochenta.

La falta de datos de consumo per cápita que apoyen la hipótesis de la conspiración del azúcar no es la prueba definitiva de que no haya relación (o, como dijo Joseph Heller, «que seas un paranoico no quiere decir que no te persigan»). La obesidad es un problema que afecta a individuos, no a poblaciones enteras, y el incremento de la obesidad no ha sido uniforme. Si hubiera pruebas científicas abrumadoras de una relación causal entre consumo de azúcar y obesidad la cosa cambiaría. Advances in Nutrition publicó en 2014 un estudio de todas las pruebas sobre la relación entre azúcar y obesidad, y llegó a la conclusión de que «los ensayos clínicos recientes sobre los azúcares de consumo más habitual no respaldan la existencia de una relación especial con casos de obesidad, síndrome metabólico, diabetes, factores de riesgo cardiovasculares o esteatosis hepática no alcohólica».6

Luego se centran en la obesidad, y combinan los datos de tres revisiones sistemáticas de consumo de azúcar y peso corporal, y llegan a la siguiente conclusión: «Estos metaanálisis de la prueba controlada aleatorizada demuestran que sustituir el azúcar por otros macronutrientes de valor energético equivalente no altera el peso corporal». Así que la relación causal entre ambas cosas es, como mínimo, discutible.

Cualquiera que haya trabajado en el ámbito de la salud pública nos dirá que el problema de las directrices dietéticas no son los consejos, sino que nadie los sigue. Ojalá la causa de la obesidad fuera tan simple como un cambio en las directrices; entonces no habría de qué preocuparse. Muchos organismos de la salud en todo el mundo han revisado ya sus consejos en el tema del azúcar, y proponen una reducción importante en las cantidades recomendadas, así como diferentes estrategias para reducir el consumo (el 5 % del que hablaba antes es después de esta reducción; antes la mayoría de las directrices hablaban de un 10-11 %). Si el público obedeciera ciegamente los consejos del gobierno, esto reduciría el consumo de azúcar a la mitad, pero mucho me temo que la realidad va a ser muy otra (y ahora es cuando entran los antiazúcar aullando que se debe a que la gente se ha hecho adicta en los treinta últimos años).