TAtprendí a aborrecer el fútbol en el autobús de línea. Entonces se podía fumar y comer, y los domingos por la tarde, entre la niebla del humo y el olor a chorizo, la congoja me iba invadiendo al compás de la retórica estúpida de algunos comentaristas. Luego, dejé de tener contacto con el esférico, el cancerbero y los partidos del siglo de cada semana. En mi familia se practicaba deporte pero no se veía en la tele, y mis amigos eran más de baloncesto, así que dejé de estar al tanto en cuanto compré mi primer coche y pude elegir emisora. Sí me enteré del doce a uno de Malta, de los miles de millones pagados por algún futbolista, de la mano de la Cibeles, y de que hay quien confunde ser de un equipo con convertirse en Conan el destructor. Me creí a salvo, hasta este año. No sé si será la edad o el hartazgo, pero me siento invadida. No contentos con la liga y con dedicar más de 20 minutos del telediario al fútbol (aunque hayamos ganado en tenis o natación sincronizada), ahora nos castigan con la pretemporada. Partidos amistosos, presentación de futbolistas como estrellas de rock, etc. Sentir los colores, dicen todos, como si hubieran nacido en Mataró o Móstoles y no en Croacia o Senegal. Sudar la camiseta, no estar motivado, como si lo que cobran no les diera para meter el turbo en cada partido. Y mientras, entre fútbol y fútbol, algo dejan caer de Gemma Mengual , y sale Contador , pobre, que sí ha sudado lo suyo, con su media sonrisa ante un himno extranjero. Y mira por dónde me reconcilian con el deporte. Con el de verdad, quiero decir, no con el negocio que nos venden cada día del año per saecula saeculorum.