La vida es el eterno enfrentamiento entre lo que viene y lo que se va. Lo nuevo frente a lo viejo, un solo trono para ambos dos. Es, al menos hasta hoy, el motor que mueve, con la fuerza de las mareas, las ideas que en el mundo han sido. Una y otra vez, así hasta que lo nuevo resulta ser viejo y vuelta.

Me gusta salir a comer con mi hija porque come en sitios donde yo no comería. Y no solo por eso, sino porque, además, me explica el porqué le gustan tales sitios: a ella y a la gente de su edad. Conocer es amar y, después de varias sesiones de tormento, uno acaba por cogerle el sentido al asunto. Corral del Rey es uno de esos sitios que a mí me agradan y que, muy probablemente, a mi hija espanten. Tiene el discreto encanto de la gente bien. El aire de las antiguas guías para viajeros con posibles. La pátina que deja el tiempo en las nobles maquinarias de antaño. Un restaurante en el que todo está rodado, que tiene su modo y manera, y que, ajustándose a su propia fórmula magistral, sigue deleitando como deleitaba.

Corral del Rey sigue siendo el lugar por antonomasia para comer en Trujillo. Por su ubicación en un recodo de la plaza Mayor trujillana, un tanto como escondido, a resguardo de miradas insolentes, para viajeros no dados a cantar su condición de turistas de aluvión. Por su decoración, clasicona, eso que antes se decía estilo castellano, y que comparte con algunos de los más veteranos y mejor recordados restaurantes de España. Por su servicio, por el detalle y la cortesía añeja con que uno es atendido. Por lo que se sirve en el plato, condumios de siempre hechos al modo de siempre, o sea, lo que tanto nos agrada a los que recordamos tiempos y mesas de treinta o cuarenta años atrás.

Creo que me reservaron la mejor mesa del restaurante, la que da a la calle; una mesita para dos, que para uno resulta deliciosa, y desde la que se puede disfrutar de los que van entrando (y saliendo), de cuanto acontece en la pequeña barra que da servicio al comedor y que permite observar a los transeúntes que pegan sus narices al cristal con la intención de otear lo que ocurre dentro para salir de dudas de si aquello es un bar, una taberna o un restaurante postinero. Más bien lo último, sin duda.

De cuchara no hallé nada en la carta salvo un salmorejo y una sopa fría de melón. Me atreví a preguntar si era posible preparar una humilde sopa de ajo (el día estaba desapacible) y me contestaron que no. En fin, supongo que el que estaba no sabía y el que sabía no estaba (mejor pensar eso que no otra cosa). Así que pedí un bacalao con pisto; excelente, bien las láminas de bacalao y suculento el pisto, así que por un momento dejé de llorar por aquella sopa de ajo no nata. Y de segundo, y quizá porque, al tratarse de un restaurante que se anuncia como asador, uno tiene muy presente al cordero, pedí chuletillas de tal. En cuestión de chuletillas de cordero lechal todo se me antoja poco fuera de La Rioja. No sé si serán las brasas o la edad de sacrificio, así que, después de comerme las del Corral, me entró una desconsolada añoranza de aquellas mis tierras riojanas.

De postre, fruta (¡menos mal!); disimulada (era mango) con un helado de coco, creo recordar, porque ya han pasado un par de semanas entre cuando me lo zampé y cuando esto escribo. Bien. ¡Es tan sencillo presentar bellos platos de fruta y, sin embargo, tan difícil encontrarlos en las cartas!

Corral del Rey, puede que sea algo caro, pero se come en la paz de Dios. Para emociones fuertes, hay otras alternativas.

Restaurante Corral del Rey en imágenes

Restaurante Corral del Rey en imágenes