Es triste para quien esto escribe tener que referirse a la ganadería que ayer se lidió en la Real Maestranza, y titular la crónica haciendo protagonistas, negativos por supuesto, a los toros. Pero así sucedió, pues los ocho de Juan Pedro Domecq que ayer saltaron al ruedo sevillano, para lidiarse seis, fueron todo un compendio de lo que es la falta de raza, que es mansedumbre en estado puro.

Hacía tiempo que uno no veía una corrida tan descastada, tan vacía, tan deplorable en su comportamiento. Salvo el segundo, primero de José María Manzanares, al que cortó una oreja facilona, el resto fueron una desgracia. Salían de los chiqueros y lucían musculados, eran bonitos, estaban rematados, pero también eran demasiado agradables por delante. No porque sus defensas estuvieran manipuladas, sino porque eran estrechitos de sienes y con tendencia a cerrarse.

Es, tal vez la de Juan Pedro, la mayor evidencia de cómo una ganadería puede seleccionarse para agradar al torero. Especialmente en cuanto a buscar la nobleza, que es buena si va acompañada de bravura, pero no cuando el toro resulta bobalicón. Y los toros de ayer fueron bobalicones, la mayoría en grado sumo.

El único que medio se salvó, sin que tampoco fuera un toro digno de glosar, fue el segundo. Tomó de salida el capote de Manzanares con sosería, pero poco después comenzó a embestir por abajo, especialmente en el quite que le hizo Ginés Marín, que fueron lances deliciosos a la verónica.

Hoy, los toreros no gustan en los quites de hacer la suerte fundamental del toreo de capa. Se tapan con lances más efectistas que efectivos: la chicuelina, que no deja de ser un recorte, la gaonera, la horrible tafallera, las caleserinas, etc. Pero echar al toro el capote adelante, traérselo por abajo, irse con él cargando la suerte y llevarlo con suavidad, eso lo hacen muy pocos toreros.

Ayer lo hizo Ginés Marín con primor, con delicadeza, con suavidad, con entrega y con belleza. Con esa bonita figura que él tiene se meció con el toro, para rematar con una hermosa media verónica de frente a pies juntos, de reminiscencias paulistas.

Pues bien, Manzanares, con el público a favor y con el director de la banda de música también protagonista, toreó en el patio de su casa. Fue ese segundo un animal de poca transmisión pero mucha nobleza, que se salvó del petardo ganadero porque fue a más y aceptó unos cuantos muletazos por abajo del de Alicante. Eso sí, en series de poca intensidad porque eran de pocos muletazos, y tampoco sin que la faena fuera modélica en cuanto a ajuste. Buena puesta en escena del torero, tiempos y paseos que se hicieron interminables, y desde luego, una gran estocada.

Del resto poco se puede destacar. Ginés Marín repitió su buen hacer en las verónicas de recibo al tercero, primero de su lote. Derribó a su padre, Guillermo Marín, que fue el picador de turno, y Enrique Ponce le hizo un quite por chicuelinas que no mejoraron al animal, desde luego.

Lo brindó al madridista Sergio Ramos y comenzó la faena con cuatro muletazos, llevándolo con mucha suavidad. Muletazos limpios, toreaba con naturalidad, muy compuesta la figura, pero pronto el animal dijo que nones. Le costaba ir hacia delante y se paró. Arrimón sincero y naturales finales a pies juntos, muy sevillanos.

Antes de que saliera el segundo sobrero, que se lidió en sexto lugar, se devolvió el toro que entró en el lote de Ginés Marín, y un primer sobrero. Ese toro también fue un despropósito y parecía más un deseo que una esperanza el brindis al público, pues fue el astado más deslucido del encierro, que ya es decir. No humilló nunca y se quiso rajar. Lo mejor de Ginés, la estocada en la yema, de perfecta ejecución.

Ponce tuvo dos toros muy faltos de raza, tambien muy deslucidos. Muy soso su primero, se quedaba muy corto. El cuarto resulto ser un animal blando muy desrazado. Y el segundo de Manzanares, sin fuerzas, rápido se acobardó y no tuvo ni un pase.