TEtl ser humano guarda en su retina, a modo de tesoro, todo aquello que le causa gran emoción; cuanto mayor es la emoción con que vive un acontecimiento, mayor será la eficacia con que lo custodiará en su memoria. Dicho esto, no recuerdo si en las paredes de las aulas del colegio San Antonio de Padua, donde cursé estudios, colgaba algún crucifijo. Cabe pensar que sí al tratarse de un colegio de curas franciscanos, pero insisto: me falla la memoria. La cosa no queda ahí. Tampoco sabría decir si en las aulas donde ahora imparto los talleres literarios hay alguno. Este despiste tiene una explicación: soy ateo y un crucifijo es para mí tan solo una pieza de madera muda y sorda que no me transmite sensaciones. Ni buenas ni malas.

En cambio, recuerdo bien que el citado colegio tenía una capilla --de obligada asistencia una vez al año--, y que justo a sus puertas, en una suerte de pasillo, había una mesa de ping pong. ¡Qué tiempos aquellos! Al ping pong, como al billar, dediqué, haciendo bueno el título de cierta película, los mejores años de mi vida.

Un movimiento de aguerridos ateos pretende hoy quitar de las aulas todos los crucifijos alegando que vivimos en un estado aconfesional. Con la ignorancia del profano en leyes, no veo por qué un estado aconfesional deba prohibir los crucifijos, que tanto valor simbólico tienen para algunos. Parafraseando el refrán, lo aconfesional no quita lo cortés.

En contra de esta corriente atea uniformadora, veo positivo que los católicos sigan manteniendo sus iconos en las aulas mientras pecadores como este servidor pasamos la vida --es un decir-- jugando al ping pong.