Me había prometido no escribir de política durante un tiempo pero la realidad tiene, en ocasiones, trágicas llamadas de atención. El martes pasado morían cuatro mujeres, el mismo número de personas que ETA había asesinado en toda la legislatura. Como quiera que en el presunto debate del pasado lunes hubo quien consideró el tema de la negociación política con la banda como el más grave de todo este cuatrienio, es de imaginar que esta noche por fin se aparcará el asunto para hablar del mayor problema de terrorismo que desde hace décadas nos asola. Si seguimos creyendo que esto es secundario, que se ventila con una ley y unos cuantos millones de euros, podremos estar lamentándolo durante mucho tiempo. Y es que las muertes que padecemos son el producto de un machismo que impregna las mentalidades de nuestra sociedad, que ha pasado de padres a hijos --y de madres a hijas-- y que tiene su contrapunto en un mensaje subliminal transmitido a lo largo de los siglos, ese que dice que la condición femenina tiene que saber conjugar el verbo aguantar por encima de cualquier otro. Es en ese caldo donde se cultiva el personaje del tipo duro, el malote, que arrasa y se convierte en un ser atractivo para algunas mujeres que acabarán por descubrir, trágicamente, que quien es capaz de insultar a sus seres queridos es un indeseable que fácilmente podrá pasar a la agresión. Espero que esta noche se hable de coeducación, de formar a ciudadanos para que nunca usen la violencia y de aislar socialmente a quienes, en broma o en serio, todavía se jactan de estereotipos machistas en cada escena de matrimonio.