TUtn hombre sabio comentaba que todos, ustedes, él y yo, somos también culpables de la situación. La conversación se adentró en otros caminos y no tuve oportunidad de pedirle que profundizara en el pensamiento. Pretendo adentrarme en las profundidades de esa afirmación rotunda, remachada con dedo acusador y entrecejo fruncido. Por qué somos culpables del desconcierto monumental en el que estamos inmersos, de que el suelo firme que creíamos pisar se haya trocado en arenas movedizas.

Parece claro que con nuestro despreocupado vivir hemos alimentando al monstruo que ahora nos devora. Ese desagradecido que nos cobraba sus buenos dineros por darnos, y que en ese dar y cobrar tenía su alimento, y que tan gordo se puso que enfermó, y que para que recobrara la salud, y siguiera dándonos, hemos tenido que darle primero y ahora no quiere correspondernos porque dice que sigue malo. Somos culpables de haberlo cebado. Y somos también culpables de habernos dejado engañar. Nos decía el monstruo que era mejor dejarnos llevar por nuestros deseos, comprar y pagar mañana a precio de hoy. Me acuerdo de mi padre, de mentalidad antigua, pensaba yo tontamente, que no compraba lo que no podía. Y pienso en mi suegro que hace lo mismo. Nosotros éramos más listos, entendíamos mejor la nueva sociedad, no estábamos estigmatizados por pretéritas dificultades. Nuestro mundo era más colorido, más brillante, más rico, más fiable. El mañana ya no era incierto y podíamos endeudarnos: el piso, el apartamento en la playa, el coche, las vacaciones a plazos. No comprendían ellos, mi suegro y mi padre, fósiles de otro tiempo, que el mundo había cambiado.

Tiene razón el hombre sabio. Somos culpables de avaricia y de arrogancia. Muy parecidos al monstruo al que alimentamos.