Durante seis temporadas, millones de personas han seguido Lost con pasión. He sido una de esas personas. Hacía mucho tiempo que no me abandonaba con tal ímpetu a una serie de aventuras. Durante las reuniones entre amigos nunca han faltado en estos años referencias a John Locke, Benjamin Linus, Sawyer, Jack o Kate . De alguna manera, estos isleños atribulados han formado parte de nuestras vidas, nos han hecho partícipes de su mundo inasible, nos han anclado a la caja tonta como si aún fuéramos niños. A diferencia de mis amigos, yo no aventuraba hipótesis sobre lo que podría pasar en los siguientes capítulos, y menos arriesgarme a determinar qué era la isla. Reservaba ese trabajo para los guionistas.

Pero con el final de la serie llegó el cisma. Los espectadores se dividen en dos grupos: los incondicionales y los desencantados. A mi pesar formo parte de este segundo grupo. No he tenido más remedio que revalorizar --a la baja-- el trabajo de los guionistas. Si bien me había parecido sobresaliente el talento con el que iban tejiendo los hilos de la trama, en el fondo sospechaba que el proyecto se estaba convirtiendo en una suerte de Lego sin posibilidad de encajar las piezas. Así ha sido. El final ha demostrado que toda la serie está sustentada en una colección de improvisaciones que no llevan a ninguna parte. Los incondicionales nos tachan de simples a los escépticos y alegan tener una visión más espiritual sobre la materia. La religiosidad con la que estos incondicionales consienten las pocas y torpes respuestas a las muchas dudas explica por qué Lost ha acabado por convertirse en una serie de culto .