TLta voracidad de los políticos no tiene límites. Su instinto depredador les conduce a fagocitar cualquier iniciativa de la sociedad civil llevados por el afán de controlarlo todo. Un caso paradigmático es el del mundo cultural. Sin saber cómo ni por qué de repente aparece un concejal o un consejero de cultura en cuyo currículo no figura su pertenencia a asociación cultural alguna que se convierte en el gestor cultural de un pueblo, de una ciudad o de una región. Les vemos presidiendo actos y pronunciando discursos, escritos eso sí por algún plumilla paniaguado, y presentando un libro que acaso sea el primero que lee. Ello no le impide poner todas las trabas posibles a las actividades de las asociaciones culturales existentes desde hace tiempo y de cuya trayectoria dan fe los múltiples actos que llevan a cabo así como la fidelidad de sus asociados.

Tampoco importa que los actos que programa el político tengan mayor coste que si los organizaran las asociaciones que la mayoría de las veces se hacen gracias al voluntariado. Lo que importa es que al día siguiente salga la foto del político en los periódicos y que el personal llegue a pensar que a él y a su partido les importa la cultura, la protegen y la promueven, cuando la realidad es que lo que les importa es el cartel que anuncia el acto en el que figura con letras bien visibles que la organiza el ayuntamiento o la junta de turno.

Mientras tanto se publican ayudas que ahogan a las asociaciones culturales, se exigen trámites burocráticos que retrasan e incluso impiden la celebración de eventos y se dictan normas de imposible cumplimiento que invitan a las corruptelas. Es decir, todo lo contrario de lo que se debe exigir a una concejalía o consejería de cultura cuyo fin es el de facilitar el desarrollo de la vida cultural que ha de promover la sociedad civil. De hecho y a pesar de lo dicho son muchas las asociaciones que siguen con su ejemplar tarea, que cada vez están más lejos de confiar en la actuación de los políticos y funcionan como si estos no existieran.