La goyesca, la corrida que instauró el inolvidable Antonio Ordóñez y a la que una vez al año peregrinaban su legión de partidarios, marca el cénit de la temporada. Ayer, en ese marco incomparable, en ese templo neoclásico que holgadamente ha cumplido dos siglos de vida, Morante de la Puebla reapareció. Y lo hizo para escribir una página sublime de ese libro inconcluso que es la historia del toreo.

Morante reaparecía en Ronda tras la grave cornada que sufrió un mes atrás en Huesca. Sólo él sabría de sus condiciones, que seguramente en lo físico no serían las óptimas, pero en lo espiritual, sin duda que estaba sobrado. Si la labor de un torero hay que juzgarla en función del toro, lo primero que hay que decir es que al sevillano le salió una corrida a contrapié. Ninguno de los seis toros le dio facilidades por falta de raza, que es ausencia de bravura. Pero él solo se bastó para tapar sus carencias y hacerlos parecer mejor de lo que eran en realidad.

Con plenitud en cuanto a entrega, con maestría en el plano técnico y con una forma bellísima de interpretar el toreo, Morante hizo de sumo sacerdote y en el coso de Pedro Romero se vivieron momentos mágicos.

Como cuando toreaba Morante a la verónica. Al recibir a los toros, en los primeros lances, lo hacía medio doblando las rodillas y alargando los brazos. Es la suya una forma única de enseñarlos a embestir. Después el diestro se erguía y, con el compás abierto, mecía la tela y acompañaba con esa cintura que Dios le ha dado. Así y con las muñecas sueltas componía sucesivas estatuas en movimiento.

También algunos quites fueron inmensos, casi siempre a la verónica, como uno con una media que dio a cámara lenta, esa que él da de frente. Pero lo más sorpresivo fue el quite al sexto por chicuelinas inolvidables, muy en corto, como volando la franela mientras giraba. Parecía como cuando las grandes bailaoras bailan por bulerías.

Al sexto lo banderilleó en lo que, ya por entonces, era un delirio. Puso dos pares al cuarteo muy en corto por el pitón derecho, de gran verdad, cuadrando en la cara. Pero la guinda fue el que puso al quiebro, cuando citó sentado en una silla. Ciertamente genial. Decíamos que ningún toro se prestó al lucimiento y la prueba de ello fue la faena al tercero, un toro que se inventó Morante. Era un animal tocado de pitones, astifino pero bien hecho. Comenzó la faena con dos molinetes abelmontados. Después el juanpedro se quedaba corto y salía con la cara alta.

No se rindió Morante, sino que fue haciendo al astado, hasta que le cogió la distancia y el cite, con la muleta ligeramente retrasada para aprovechar la inercia. A partir de ahí se desató la locura, con dos tandas al natural, otra con la diestra y los postreros naturales de frente.

Antes de pasear esas dos orejas había cortado otra del segundo, un astado mentiroso porque se movió, pero lo hizo sin entrega y sin buen final del muletazo. También estuvo muy bien ante el que abrió la corrida, un burel noble pero sin fuerzas ni transmisión. El cuarto se dio una vuelta de campana y ahí se acabó. Al quinto, como a todos, se lo pasó muy cerca y le robó dos series soberbias, llevándolo muy despacito por el pitón derecho, mas llegó a la muerte escarbando y casi imposible. Concluyó la fiesta con un sexto que se apagó muy pronto en el último tercio.

En Ronda se vio a un torero que, poco a poco, va entrando en la leyenda. A un torero único que hace del toreo --como diría Pepe Luis-- un arte para guardar en el corazón de un espectador sensible.