Miguel Angel Perera triunfó a lo grande en una tarde, para él, de gran compromiso. Compromiso por el marco y compromiso por sus compañeros de terna, dos grandes figuras del toreo. Tuvo el mejor lote, es cierto, pero supo aprovecharlo. El suyo, a decir verdad, fue un triunfo grande, y, más que por las tres orejas que paseó, llegó por la forma, por su toreo personalísimo, por la intensidad del mismo, por la sinceridad con la que se aplicó y por la pureza de sus formas.

Ya en su primer toro mostró sus intenciones en un quite por chicuelinas. La faena la inició desde los medios con pases cambiados, para continuar con series en redondo en las que enganchaba al toro por delante y le llevaba hasta donde daba la mano. Había profundidad y ligazón, virtudes esenciales en el toreo, pero cayó baja la espada y el premio se quedó en un apéndice.

Lo mejor llegó en el sexto. Con regusto en el inicial toreo cambiado, pronto arrancó la sinfonía de buen toreo con tandas intensas por largas. La buena colocación encelaba al mejor toro de Zalduendo. Planchada la muleta y por delante, tiraba de él, corría la mano con suavidad, remataba maravillosamente en muletazo y le dejaba la muleta puesta en la cara. Los toques eran suaves y la continuidad brotaba como un torrente. Ayer escribió Perera una bella página en su corta pero esperanzadora historia taurina.

Morante sólo lució, por momentos, ante su primero. Fueron detalles porque no pudo cuajar faena. Se lo impidió un toro que no terminó de emplearse. Y Enrique Ponce tuvo un lote imposible. Peligroso incluso el primero, el cuarto, brutote, ni humilló ni rompió hacia delante.