Tengo cierta admiración por la gente que da de comer. Amén de las resonancias bíblicas de tan nobilísima tarea, amén de decir madre, pecho y vida, amén de todo eso, resulta que dar de comer y pretender vivir de ello es una tarea plena, plenísima, doblemente plena, de exigencias, esfuerzos y renuncias.

No tengo claro si a la descabellada idea de montar un restaurante o emplearse en él se llega por los caminos de Dios o, más bien, por los del diablo. Sea como fuere, por los que lo intentan, y hasta por los que lo consiguen y perseveran, tengo, repito, cierta admiración. No es falso halago. Luego los habrá más o menos torpes, más o menos sucios y hasta más o menos desabridos, que de todo hay, hubo y habrá en la Venta del Laurel. Pero los más de ellos, doy fe, tienden, en su esfuerzo diario, a despiertos, limpios y atentos. Aunque con eso, en ocasiones, ni siquiera con todo eso, basta para sobrevivir en un mar tan proceloso como el de dar de comer por precio en España. Y en Extremadura más (más proceloso aún).

No sé si se lo he dicho, pero por todo eso, por su esfuerzo, por su rueda de días y de noches, por sus servicios sin cuento, por su vuelta a empezar, por su vuelta a sonreír, por sus números sin cuadratura, por sus errores y por sus culpas, por todo, por ellos, siento cierta admiración. La palabra es gracias. Gracias por darme de comer.

Ayer entregó este diario, de cuya digna dirección se encarga Antonio Cid de Rivera, a quien Dios guarde muchos años, llene de felicidad y su casa de hijos, sus premios de turismo. Son todos los que están y quedan miles que pudieran estar. La tarea de un diario tampoco es liviana. Y aunque, entre oler a tinta o a calamar plancha yo siempre he sido de oler a chipirones en su tinta, por todos rezo por igual.

La Escuela Municipal de Cocina Ciudad de Plasencia fue premiada en el apartado de gastronomía. Y me llena, como al rey, de orgullo y satisfacción. Una tarea siempre laudable: enseñar a cómo dar mejor de comer. Escuela, cocina, Plasencia,... palabras entrañables para vivirlas y comerlas.

Extremadura es una vereda siempre por abrir. Un tránsito nuevo cada día. También en lo que a los fogones se refiere. En esta sección han ido apareciendo algunos de los mejores restaurantes de Extremadura y de las tierras que nos son linderas. Quedan otros muchos y muchos de los que no tengo noticia siquiera (se admiten soplos, soplidos y hasta huracanes). Todos. Y todas. Los que dan de comer. La vida es una noria de esfuerzos. Un eterno retorno. La entrega del galeote. Por eso, para que todo vuelva, para que nada acabe, para eso están los mejores, los maestros y los ejemplos. La Escuela Municipal de Cocina Ciudad de Plasencia, por ejemplo. Y las otras. Y los otros.

Y aprovecho para pedir perdón antes de irme a comer. Esto de ir, comer y opinar es un tanto agua de charco. A veces lo paso mal. No se encolericen. Maticemos. Muy mal, lo que se dice mal, mal, tampoco, no vayan ustedes a hacerse una idea errónea de la tarea del que come por obligación. Pero hay ratinos, momenticos, recodos del camino que tienen la desazón del regüeldo a ajo y mala digestión. Todos los restaurantes que aparecen en esta sección tienen méritos sobrados para justificar una visita (la suya, amables lectores). Pero los hay también fallidos, sin absolución, por mayúscula que sea la benevolencia del opinador. Les confesaré que nada me apena más que comer en un restaurante y no poder escribirle una crónica. O, si lo prefieren, la crónica íntima que les escribo, no poder publicarla. De esos los hay, y muchos. O al menos, más de los que uno quisiera. Pero hasta por esos, por los que fallan, tengo cierta admiración.