El sol atraviesa la ventana de la sala y aterriza en plena sien de David Trueba, pero él dista mucho de sentirse un hombre iluminado. Sentado en un sofá de la oficina de su hermano Fernando en Madrid, el guionista y realizador de Soldados de Salamina no acaba de notar el calorcillo del talento cinematográfico. "Tengo una gran desconfianza de mi sabiduría sobre el oficio. Considero que estoy aún a años luz de dominar el lenguaje cinematográfico".

David Trueba, está claro, es un hombre de talante autoflagelante. Es también un hombre de creatividad ramificada en diferentes direcciones. Ha escrito un buen puñado de guiones, tres de ellos los ha dirigido personalmente, ha publicado un par de novelas y ausculta la actualidad con artículos periodísticos en el suplemento dominical de este diario. Se reconoce, por tanto, más escritor que cineasta. "La dirección de cine me la tomo como una forma de escritura. Me siento esclavo de mi narratividad. Y más que escritor, me considero un contador de historias. Aspiro a que el lector o el espectador se sienta atrapado por el suceso, más que por el estilo. Sé que ése no es el camino que lleva a la gloria. Es, en realidad, el camino que me puede llevar al desastre".

Debutó en la filmación de sus historias con La buena vida (1996). Siguió con Obra maestra (2000) y su trayectoria se cierra, por ahora, con Soldados de Salamina, por la que es candidato a mejor director en los Premios Goya.

En las tres cintas ha sido fiel a su liturgia de redactar el guión a mano. "En un cuaderno anoto las escenas muy telegráficamente. Las descripciones detalladas las dejo para luego, cuando paso la historia al ordenador. Las novelas, en cambio, sí las redacto enteramente a mano. No sé, es una costumbre".

Reconoce que no le ha hecho ascos a los manuales de guión. Hay alguno, como el de Syd Field, que ha sido obra de cabecera de todo aspirante a guionista de Hollywood, al que él echa una ojeada en ocasiones. "A veces los consulto a posteriori, cuando tengo el guión terminado y necesito recortarlo. Ahí hay algunos consejos muy matemáticos que pueden ir bien. Pero no creo que los manuales sean buenos para empezar a trabajar, como ayuda inspirativa".

El rodaje es, según se encarga de subrayar David, la fase que le resulta menos gratificante de todo el proceso de una película. Quizá es que aún nota las secuelas de Soldados de Salamina, que le dejó, dice, exhausto. "Me exigió mucho esfuerzo físico. Fue --a ver cómo lo digo sin que suene ridículo-- como si un tío plantara una huerta entera. Cámara en mano, todos de pie, en medio de un bosque, con mucha lluvia... ¡Uf!".

No es un director gritón, ni de vehemencia teatral. Un tipo más bien pausado. Es su forma de poner disolvente a una situación encallada en el rodaje. Con un rato de privacidad. Como si estuviera escribiendo. O montando.

Está a gusto en la sala de montaje. "No me iría ni a dormir. Me puedo pasar 20 horas seguidas ordenando secuencias". Y eso que no siempre es un recreo. "El montaje es un periodo ciclotímico. Soy un tipo de persona que veo lo que rodé un día y pienso: qué horror, qué película más mala he hecho".

Niega una búsqueda de un sello reconocible. "Como director, trato de acercarme a una película como a una caracola de mar: pongo la oreja y a ver qué me dice. No tiene sentido darle gritos para que salga con un supuesto estilo propio. Para que no quede falsa y artificial, la historia debe guiar su estética y no depender de David Trueba, ese gran autor. Además, no me considero un gran autor".

Mañana:

Cesc Gay