Tras cinco años en prisión por traducir libros prohibidos, fray Luis de León recomenzó su magisterio con estas dos palabras: "Decíamos ayer". Esta famosa anécdota del profesor y escritor conquense la revivo cada cierto tiempo en mi buzón de correos electrónico. Tengo un amigo que me escribe de pascuas a ramos en respuesta a correos que yo creía perdidos en el espacio sideral. "Como decías en tu último mail-". Y resulta que ese email yo se lo había enviado seis meses antes, cuando padecíamos no una ola de frío sino de calor. Ayer me explicó su modus operandi en un correo que me llegó, una vez más, con retraso de guagua caribeña. Al parecer está tan saturado que le resulta imposible leer y responder los mensajes pendientes. "Tengo más de doscientos mensajes sin responder, el más antiguo de hace cinco años. El pasado verano traté de ponerme al día y respondí, dos años después, al mensaje de un amigo".

Esta anécdota, versión postmoderna de la de fray Luis, retrata la paradoja de estos tiempos que creíamos vertiginosos. Pensábamos que las nuevas tecnologías iban a acelerar la velocidad de nuestras relaciones sociales y lo que hacen a veces es ralentizarla por sobredosis de comunicantes. Las tribus antiguas eran más racionales: cuando querían comunicar una noticia significativa, lo hacían mediante señales de humo. No tenían email, ni Facebook, ni Twitter, pero no lo necesitaban porque no tenían demasiados amigos (o quizá no tenían demasiados amigos porque no tenían email, Facebook ni Twitter). En el fondo estamos tan solos como nuestros desinformatizados antepasados, pero por suerte no lo sabemos.