TSton las siete de la mañana y el cuerpo se arrastra a duras penas, un poco dañado por los excesos de estos días. Pesan las piernas, la cabeza está empañada por la misma niebla que se deshace en andrajos tras la ventana, y el estómago se niega a ingerir nada que no sea un caldo calentito.

Fuera, el frío deja agujas de hielo en las ramas de los árboles, y una capa de silencio que se agradece. Dentro de unas horas, volverá el paisaje de la batalla, pero aún queda ese tiempo para tomar fuerzas, así que me siento, abro el libro que estoy leyendo y me olvido del mundo. Hacía mucho que no sentía eso al leer un libro nuevo, esa sensación gozosa del tiempo detenido, de perder la noción del reloj esperando el final de una historia. Pero estas páginas no hablan de dragones, cálices o cuadros. Ni siquiera hay héroes o mundos perdidos. Hablan de cosas cálidas y cotidianas, opositores, campos de Castilla, obsesiones y conferenciantes. Y de asuntos perdidos pero a la vez cercanos, como refugios de guerra, serenos o tranvías. El libro se titula Viejas historias y cuentos completos . Lo firma Miguel Delibes, ese señor ajeno a las modas, que se empeña en escribir tan bien que es una meta inalcanzable. Usa palabras que hay que deshacer despacio, como los caramelos muy duros, pero que dejan un sabor dulcísimo a castellano limpio y olvidado.

Fuera, el mundo despierta al ritmo de cualquier villancico, pero ahora mismo, no conozco más paz que la que nace de este libro. Hagan la prueba. Lean un poco durante estos días. No hay mejor armadura contra la estupidez de las lentejuelas.