TEtntiendo que los psicólogos enseñen a sus pacientes a combatir la depresión, es su trabajo y eso les honra. Pero sería una buena idea (si acaso no lo hacen ya) explicarles que esta enfermedad es como el vino: inofensiva cuando se consume con moderación. Yo lo hago todos los días. Deprimirme, digo. A veces mis obligaciones terrenales no me dejan tiempo para saborear la derrota y he de conformarme con ir de un lado para otro con la sonrisa de oreja a oreja, satisfecho de haberme conocido mientras ahuyento los malos pensamientos con un abanico de Loco Mía. (¡Ay esos días tristes en los que uno no tiene un rato libre ni para deprimirse a gusto!) Fiel a mis principios, siempre intento hacerle un hueco a la depresión. Antes del desayuno, después de comer, en los prolegómenos de la siesta, qué sé yo, aprovecho cualquier momento para tumbarme en una cama erizada de púas y preguntarle al techo quién soy, de dónde vengo, adónde voy, esas cosas. La ausencia de respuestas agrava mi vacío existencial, sí, pero en los asuntos metafísicos lo importante no es ganar sino participar. No deprimirse nunca sí que es deprimente.

Bubi, sin embargo, vive anestesiado contra el desaliento. Tanto optimismo por su parte, creo, denota una lucha camuflada contra la cruda realidad, un mero mecanismo de autodefensa. Pero igual esta impresión mía es fruto de la envidia de tratar día a día a un tipo que, al contrario que yo, nunca se ha planteado hacerse el harakiri. En fin, yo lo tengo como el mejor de los amigos porque sé que el día en que le pida que me corte la cabeza con un sable, lo hará con la mejor de las sonrisas.